La Riba

13/08/2015 - 23:00 Javier del Castillo

Escenarios de la infancia. Imágenes difusas, recuperadas con increíble nitidez después de tantos años. Paisajes queridos, territorios entrañables, en los que me sumerjo ahora desde el silencio de una mañana de agosto, al avistar en el horizonte, entre Riosalido y La Barbolla, la silueta del viejo castillo. El perfil inconfundible de esa fortaleza a la que trepaba de niño y en la que excavaba, convencido de encontrar monedas o huevos de oro. Desde lo más alto de esa montaña, con dientes de sierra, se divisa el valle del Río Salado, los tejados rojizos de Riba de Santiuste y el trazado de la Calle Real, en la que yo nací. También pueden verse a lo lejos las arboledas que esconden lo que queda de dos pequeños núcleos poblacionales, Querencia y Tobes. Y, un poco más lejos, aunque con más vida,Sienes, uno de los destinos habituales en las primeras excursiones de mi infancia. Pero el destino elegido para la excursión de esta mañana, aprovechando la brisa fresca que ha dejado la tormenta del día anterior, no es ningún pueblo de los alrededores, sino el huerto de la Tía Pelona: aquel pequeño y deseado paraíso de mi infancia, en medio del monte, con sus árboles frutales – cerezos, perales, ciruelos y parras –, aquel oasis al que íbamos a parar después de la noche de San Juan, tras recorrer varios kilómetros por las veredas del barranco de Valdearcos. Dejo atrás las parideras de La Viña, por cuyas praderas corrí de chaval y donde los corderos llevaban nombres de jugadores del Real Madrid de entonces - Pirri, Zoco, De Felipe, Amancio, Velázquez o Grosso – para adentrarme por Valdearcos, sin hacer demasiado ruido. No quiero levantar a los buitres de sus buitreras Me apena no ver abejarucos multicolores, de aquellos que hacían los nidos en los ribazos arenosos, aunque albergo por un instante la sensación de que los estoy viendo sobrevolar por encima de las encinas y las estepas. Tampoco veo perdices, ni conejos, pero sí un par de corzos asomados a las pozas del arroyo. El huerto de la Tía Pelona sigue en su sitio, aunque abandonado. Escondido entre la maleza que se ha adueñado ahora de esta tierra de silencios y ausencias. Arranco un poco de tomillo y me froto las manos. Luego, me dejo seducir y atrapar por los olores de ese tiempo lejano.