La vinculación de las culturas al perdón y no a la venganza

01/10/2011 - 00:00 Víctor Córcoba Herrero

 
  
 
  A raíz de que presos de ETA pidan perdón a sus víctimas en reuniones cara a cara, se me ocurre hacer las siguientes reflexiones. De entrada, recapacitar sobre el valor de la vida, lo más importante que tenemos, cuestión que debiera ocuparnos y preocuparnos a todos.
 
    A vivir se aprende toda la vida y no se debe abandonar esa pasión de poder despertar cada día a un nuevo amanecer. Ahora bien, ¿por qué surge la estupidez de matar vidas? ¿Qué ganamos con ello? ¿Si tenemos tanto amor a la vida por qué seguimos fabricando armas?¿A qué les mueve tanto afán y desvelo ahora, a los que ayer fueron terroristas o labriegos del terror? ¿Se puede reparar tanto daño sembrado? ¿Qué hay de verdad en ese perdón implorado?... Cada uno de nosotros, seguro que tiene una pregunta en los labios para hacerse y una contestación que ofrecer. Cuidado que, como dijo el visionario Tagore, “la tierra es insultada y ofrece sus flores como respuesta”. La naturaleza, sin duda, es una lección que todos los seres humanos deberíamos saber leer e interpretar. La compasión, ciertamente, es algo más que una palabra, tal vez sea una manera de hacer justicia y un modo de hacer convivencia.
 
   Por consiguiente, la vinculación de las diversas culturas del mundo a la clemencia, aquella que mane y emane de lo más profundo del ser humano, debe considerarse en cualquier caso. El odio y la venganza nada resuelven en un mundo de vivos. Reconocer la locura de matar es ya un primer paso, a mi manera de ver fundamental, tanto para las generaciones presentes como para las venideras, puesto que se contribuye a despertar la conciencia, el espíritu del sentido humano de vivir y dejar vivir, tan preciso en el mundo actual.
 
   Por otra parte, considero que es saludable para todos los moradores del planeta tener memoria de lo sucedido, pero junto a esa evocación tiene que germinar la reconciliación, cuyo fruto siempre es bello, porque nace de las entretelas más profundas del ser humano. Radica en el lugar donde habita el amor sin recompensa. El amor dado y donado. El amor dedicado a los demás y el amor dedicado a uno, el amor vivido y el que nos queda por vivir. Sin amor nadie puede perdonar a nadie. Es evidente. Por suerte, en multitud de culturas y religiones también reza la frase: ¡Perdonemos y pidamos perdón!. Son muchas las personas que defienden la importancia del perdón sincero y la reconciliación.
 
   Estoy con estas gentes de corazón grande. Pero también reconozco que caminar unidos, cuando se arrastran experiencias traumáticas, es muy difícil. Surgen entonces aún más interpelaciones: ¿Qué camino tomo? ¿Cómo orientarme en ese camino? Hay una asunto que tengo muy claro, y espero que las víctimas también, sin el perdón van a continuar sangrando las heridas y las generaciones futuras, beberán de la fuente de venganza en lugar del manantial del amor. ¿Qué es lo que nos interesa, pues?
 
   A mi juicio, que en este caso es a juicio del espejo de la historia, cuando es aceptado el perdón verdadero se divisa el atisbo de una nueva luz, premisa indispensable para caminar hacia una concordia humana, que todo lo engrandece, muy diferente a la discordia que todo lo arruina. Donde hay concordia siempre hay paz. Una paz a la que se llega por los caminos del arrepentimiento y del perdón.
 
   En este sentido, pienso que todas las culturas deben tener el profundo convencimiento de que perdonar es mucho más humano que tomarse la revancha, que sería propio de bestias. Por simple supervivencia a todos nos interesa el sosiego en el planeta. Bien es verdad que a la paz no se llega con bellas palabras, sino con auténticas acciones, como puede ser la adopción de un estilo de convivencia inspirado en la acogida recíproca, sustentado con la generosidad, y sostenido con la reconciliación. Desde luego, ya me parece un acto heroico que algunas víctimas de ETA estén dispuestos a escuchar a sus verdugos. Perdonar, por tanto, me parece un acto de amor memorable. “No hay cosa más fuerte que el verdadero amor”, dijo Séneca.
 
   Y es verdad, estas víctimas del terror dispuestas a perdonar nos entregan la gran lección al mundo, son la gran lección, por haberse despojado de la tentación del odio y la venganza. El perdón, pues, debe vincularse a todas las culturas. Pedir y ofrecer clemencia ha de ser un camino humano por el que hemos de transitar. Todos, alguna vez en la vida, tuvimos que pedir perdón por algo a alguien. Universalizar este perdón franco, siempre bajo el signo de la búsqueda de la verdad, me parece que vale la pena fomentarlo. Un perdón no se le debe negar a nadie, pero el perdón también tiene sus exigencias, como puede ser, en la medida de lo posible, reparar el daño causado, acción que es propia de la justicia.
 
   El que un grupo de reclusos de ETA se hayan atrevido a expresar públicamente su arrepentimiento y a reconocer que las muertes y violencias no han servido para nada, es un gesto que no puede dejarnos indiferentes. Su pena, sea más grande o menor, llama a nuestra conciencia, al corazón de las víctimas, que en actos de terrorismo somos todos, y todo estamos implicados a recriminarles, pero también a ayudarles a revisar su vida, que por cierto ha sido gestada en esta sociedad que todos formamos.
 
  Mucho se habla de cultura de paz, pero también tenemos que hablar de la cultura del perdón y ponerla en práctica. Detesto, por ende, esa cultura vengativa que tampoco sirve para arreglar nada. La convivencia siempre exige muchos perdones mal que nos pese. El sencillo arte de vivir como hermanos en Euskadi, o en tantos lugares del mundo en conflicto, pasa por aprender a convivir respetando y perdonando. Borrón y camino nuevo que se dice, sin obviar, por supuesto, el suplicio de las víctimas. Esto nunca jamás, pero sin revancha, por favor.