Las edades de la democracia

11/10/2012 - 00:00 Jesús Fernández


 La convivencia democrática es un sistema de intercambio de valores entre los ciudadanos y sus gobernantes. Estos son observados y elegidos continuamente por aquellos y no sólo en los periodos fijados para ello sino también durante todo el mandato y el tiempo que dura su representación. Decimos que son hombres públicos porque su vida y actuación está expuesta públicamente. No sirve la distinción entre vida privada y vida pública de los dirigentes políticos pues elegimos y pagamos también su perfil individual, sus gustos privados, sus preferencias personales.

  La democracia es una observación ininterrumpida de la sociedad. Por ello, la democracia es un sistema de representación moral. Hay una soberanía espiritual en el pueblo que no delega ni transfiere sino a aquellas personas que considera en línea y en comunión con su universo de valores, ideales y representaciones. Después viene el juicio sobre la actuación técnica de los políticos como gestores, como administradores de la riqueza nacional, su empleo, la repartición de las cargas, la distribución justa de aportaciones y servicios, la atención a los derechos humanos y la respuesta a las necesidades de la población.

  Existe, por tanto, una edad de la democracia, una talla y altura social de nuestros políticos. Hay que repoblar moralmente la sociedad pues sus comportamientos y actitudes comienzan en el seno interior de la conciencia individual. Dos clases de ciudadanos hicieron dos clases de civilización. La verdadera sociedad de clases es la clase de sentimientos que mueven nuestra convivencia.

  Una es la de aquellos que sólo piensan en sí mismos, utilizan la libertad de los demás en beneficio propio y entienden la democracia como una oportunidad para exigir y defender sus intereses particulares. Existe otra clase de hombres que se desviven por los demás, son desprendidos, generosos, sacrificados, austeros, sencillos, humildes. ¿Dónde situamos a nuestros políticos? Viven demasiado bien, rodeados de privilegios y comodidades. Son hombres y mujeres que tienen demasiado apego al poder que desean, apetecen y persiguen hasta conseguirlo. Con el poder llega el dinero. Una vez alcanzado, viven en el boato, en la ostentación, en la riqueza y otros signos de lujo que son un desafío y una provocación para los que no tienen nada.

  Y todo ello a costa de los demás. Ahí encuentran a sus enemigos que, agazapados como ellos, esperan la hora de la venganza y la revancha para recuperar el poder perdido Buscan ser agasajados y desean los honores o aplausos de la gente, ser adorados y reverenciados. ¡Hay de aquel que no se incline a su paso! Su vida transcurre entre banquetes y comilonas. Trajes costosos, recepciones abundantes, mansiones impresionantes, salones espléndidos llenos de espejos que reproducen y multiplican su imagen de hombre triunfador y exitoso. Pero hay otra edad de la política. Los años y las vanidades pasan y a ellas les sigue el olvido, la decrepitud, el relevo de generaciones, el otoño y el ocaso de la vida. ¿Dónde están las alabanzas, los laureles y los halagos de otros tiempos? Ya nadie admira ni teme al que fue tan poderoso.

  Todo se marchita, todo se seca, todo desaparece. Y llega la muerte que hace justicia e igualdad. Para entender esta dependencia o reciprocidad de unos y otros en la vida democrática, es muy significativo que se diga que la política genera sufrimiento en el pueblo cuando se trata de juzgar las decisiones de los gobiernos. Se piden sacrificios a los ciudadanos, se imponen renuncias, se recortan derechos. ¿Para qué? Para alimentar el ansia de poder de una determinada clase social dirigente. .