Misioneros y testigos de la esperanza
15/12/2014 - 23:00
La crisis económica y financiera que venimos soportando desde hace años en todo el mundo está provocando desánimo, cansancio y desesperanza en el corazón de muchos hermanos. Los bienes de la tierra, regalados por Dios para el bienestar de todos sus hijos, en estos momentos no llegan a muchos como consecuencia del egoísmo, la avaricia y la usura de unos pocos, que concentran en sus manos la mayor parte de la riqueza del mundo. Ante las dificultades que experimentan muchos hermanos para salir de esta situación de pobreza y exclusión social, con cierta frecuencia percibimos que la falta de ilusión y la desesperanza se apoderan paulatinamente de sus corazones. Cuando la esperanza comienza a decaer, puede aparecer también la indiferencia y la insolidaridad ante los problemas de los otros y ante su futuro.
En medio de esta realidad, la Iglesia y los cristianos estamos llamados a ser testigos de esperanza, a mostrarla con nuestras obras y a dar razón de la misma con nuestras palabras. La Iglesia, bien fundamentada e iluminada por la luz del Resucitado, tiene la misión de mantener encendida y visible la lámpara de la esperanza en el cumplimiento de sus promesas, para que la luz de Cristo pueda seguir iluminando a toda la humanidad el camino que conduce al encuentro con el rostro misericordioso de Dios. Ahora bien, los cristianos no podremos ser testigos y transmisores de esperanza para nuestros semejantes, si no la renovamos constantemente, si no vamos a beber cada día en la fuente de donde mana la esperanza verdadera.
El cristiano sabe que su esperanza tiene verdadero sentido porque Cristo, el Mesías anunciado por los profetas, ha entrado en el mundo para compartir nuestra condición humana, haciéndose cercano a cada hombre y acompañándole en los momentos de alegría y sufrimiento. El encuentro diario con el Dios cercano, con el Dios amigo de los hombres, que nos ama hasta dar la vida por nosotros y que ha resucitado por nuestra salvación, nos impulsa a esperar contra toda esperanza pues, como nos dice el apóstol Pablo, sabemos que nada ni nadie podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús.
A partir de la experiencia del amor de Dios, derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, la esperanza cristiana, no sólo nos libra del temor a la muerte, ya que estamos en buenas manos, sino que nos introduce en el mundo para compartir sufrimientos y esperanzas con nuestros hermanos, luchando en la medida de nuestras fuerzas por establecer la justicia, la libertad y la paz en la convivencia social. La búsqueda de estas virtudes, aunque sea de forma incipiente, es ya anuncio y anticipo de lo que creemos y esperamos. No olvidemos nunca que, en medio de los cansancios y fatigas de la vida, el Señor sigue confiándonos a quienes creemos y esperamos en su venida la gozosa misión de dar razón de nuestra esperanza a los hermanos. Para ello hemos de aprender a dolernos y a sufrir con quienes han perdido la esperanza y la ilusión por vivir para compartir con ellos la alegría que nace y renace del encuentro con el Evangelio.