No eran ciudadanos anónimos

18/10/2013 - 00:00 Isaac Martín

 
 
 
  
  El pasado fin de semana ha tenido lugar en nuestro país un acontecimiento histórico: la beatificación de 522 miembros de la Iglesia –sacerdotes, religiosos y seglares– que murieron durante la persecución religiosa producida entre 1936 y 1939 por la fe que profesaban. El acto, exclusivamente religioso, sin ningún tinte político ni afán por reivindicar nada, con una exquisita belleza escénica y cargado de detalles impresionantes (como el saludo personalizado a familiares de los nuevos beatos) ha sido todo un éxito, tanto por la numerosa participación de fieles, como por haber conseguido captar la atención de creyentes y no creyentes.
 
  En su alocución dirigida a los participantes en la Celebración, el Papa Francisco insistía en que los mártires son “cristianos ganados por Cristo, discípulos que han aprendido bien el sentido de aquel «amar hasta el extremo» que llevó a Jesús a la Cruz”. Nada más (y nada menos). No hay lugar a dudas –cuestión muy diferente es que, de manera intencionada, se ofrezca información manipulada–: la Iglesia les ha coronado mártires y proclamado beatos no por defender una concreta ideología, ni por haberse implicado en una guerra fraticida, ni por dar batalla a la llamada memoria histórica.
 
  Sencillamente, considera que sus vidas son modelos útiles para los creyentes del siglo XXI que intentan vivir fielmente la fe en Dios y su pertenencia a la Iglesia Católica. Especialmente para los seglares, que podemos actualizar a través de su ejemplo nuestra vocación laical y nuestro compromiso de ordenar las realidades temporales para anticipar en ellas el Reino de Dios. Y lo hace después de un largo y exhaustivo proceso de estudio individualizado de las vidas, palabras y obras de cada uno de ellos. Lo importante de los mártires no es, por tanto, cómo murieron, sino cómo vivieron. Desde su concreta vocación –sacerdotal, religiosa o laical–, cada uno en su ámbito, atendieron la llamada a la santidad que se nos ofrece a todos los bautizados.
 
  Creían en Jesucristo; se formaban en la fe, incluso aunque algunos carecían de estudios básicos; colaboraban activamente en la construcción de una sociedad mejor, dedicando su tiempo, sus bienes y toda su vida al servicio del Evangelio y de la promoción de los hombres y mujeres de su tiempo. No eran ciudadanos anónimos, sino hombres y mujeres comprometidos con su fe. Por eso llamaron la atención de quienes, por odio a ella, deseaban exterminar toda huella de Dios en su mundo. Por eso les mataron. Y precisamente por eso, murieron perdonando. Ya son santos. Transcurridos casi ochenta años de su muerte, recordamos sus nombres y sus rostros. Nadie recuerda, en cambio, a sus verdugos. Bien haríamos todos, creyentes y no creyentes, en trabajar por construir un mundo más humano, dando lo mejor de nosotros mismos. Ellos lo hicieron. Y hoy son nuestro ejemplo.