Salgamos al desierto

06/12/2014 - 23:00 Víctor Corcoba

Durante el tiempo de Adviento la Iglesia nos invita a una profunda conversión para acoger a Dios, que viene a quedarse con nosotros bajo la figura débil de un niño nacido en la pobreza de un establo. El Dios que quiere salvar a la humanidad no viene con aires de grandeza, de poder o de fuerza. Sólo desea plantar su tienda humilde entre nosotros para enjugar nuestras lágrimas y consolarnos en los momentos de sufrimiento. Juan el Bautista, el precursor, nos orienta en la búsqueda del esperado por las naciones y nos anima a avanzar con paso firme para prepararle el camino de nuestro corazón, dándole una nueva orientación a nuestra existencia. Para descubrir y acoger al enviado del Padre, como la mejor noticia para el hombre de todos los tiempos, somos invitados a salir al desierto y a buscar espacios de soledad. Ahora bien, esta salida al desierto no puede ser nunca una huida del mundo y de la realidad, sino la ocasión necesaria y propicia para “tratar a solas con Dios” y para “estar a solas con El solo”, como nos dice Santa Teresa de Jesús. En medio del silencio y la soledad del desierto somos invitados a buscar los caminos de Dios, a entrar en nuestro interior con el fin de descubrir el valor de lo que es esencial para ser y vivir con sentido y esperanza.
Todos necesitamos salir al desierto en determinados momentos de la vida para dejar a un lado por un tiempo las preocupaciones de cada día, para confrontarnos con nosotros mismos y para acoger la Palabra que puede iluminar nuestro camino. La experiencia de sabernos amados por Dios y la confianza en su salvación nos consuela en medio del dolor y nos impulsa a seguir peregrinando a pesar de las dificultades del camino. Quien ha experimentado en su vida el amor infinito de Dios encuentra la fuerza necesaria para salir de sí mismo y de sus seguridades, para acercarse al hermano como alguien que le pertenece y para compartir con él las dificultades de la existencia. Como nos dice el papa Francisco: “Más allá de las apariencias, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega” (EG 274). El descubrimiento de nuestra dignidad y de la dignidad de nuestros semejantes ha de impulsarnos a prolongar la misión llevada a cabo por Jesús a lo largo de su vida pública. La contemplación de la dignidad humana nos urge a realizar gestos y a ofrecer palabras de consuelo a quienes han perdido la esperanza y no encuentran razones para vivir. Nuestro mundo está necesitado de personas que, habiendo descubierto al enviado del Padre como Buena Noticia, estén dispuestos a ofrecer buenas noticias y consuelo a sus hermanos, ayudándoles a experimentar la liberación de Dios para que puedan salir del desierto y de la tristeza en la que se encuentran. Para que esto sea posible, todos necesitamos convertirnos al Señor y a los hermanos, dando un nuevo rumbo a la forma de pensar, de vivir y de actuar. Que el Señor nos ayude.