Sed perfectos

30/10/2011 - 00:00 Atilano Rodríguez

 
  
     El mes de noviembre comienza su andadura con la celebración de la solemnidad de Todos los Santos. En este día la Iglesia hace memoria agradecida al Padre celestial por el testimonio de santidad de todos aquellos hermanos que, habiendo completado su peregrinación por este mundo, hoy ya gozan para siempre de la gloria de Jesucristo resucitado, aunque su santidad no haya sido reconocida oficialmente mediante la beatificación o la canonización. Aunque la Iglesia celebra durante el año litúrgico las fiestas de muchos santos, al unirlos a todos en una sola celebración quiere ayudarnos a contemplarlos como fieles y leales discípulos de Cristo y como intercesores nuestros ante el Padre celestial.

  Esta conmemoración nos ayuda a centrar debidamente el alcance de la devoción a los santos, teniendo en cuenta que ellos son solo intercesores y modelos extraordinarios en el seguimiento de Jesucristo, pero no autores de la gracia ni de los milagros. Solamente Dios es el autor de la gracia y el artífice de nuestra salvación. Ahora bien, al contemplar la ejemplaridad de los santos, no podemos quedarnos únicamente con el recuerdo de las maravillas realizadas por Dios en sus vidas. La constatación de sus virtudes tiene que ser para todos los bautizados un estímulo y una fuerte llamada del Señor a la santidad de vida y a la identificación con Él. Los cristianos, injertados en la santidad objetiva de Cristo en virtud del sacramento del bautismo por la actuación del Espíritu Santo, deberíamos orientar todos nuestros esfuerzos a la consecución de esta meta, ya que la voluntad de Dios es nuestra santificación (I Tes 4, 3).

  En ocasiones da la impresión de que olvidamos esta llamada de Dios a la santidad y nos conformamos con una vida cristiana mediocre, superficial y rutinaria. Pensamos que la santidad está reservada a personalidades extraordinarias y esto nos impide el ponernos en camino. En otros casos, la constatación de nuestras debilidades y pecados, en vez de estimularnos a emprender el camino de la conversión al Señor, puede hacernos desistir de la posibilidad de aspirar a la santidad. Estos pensamientos muy humanos, pero muy poco cristianos, proceden de nuestra falta de humildad. Nos cuesta reconocer y aceptar que la santidad no es tanto el resultado del esfuerzo personal, cuanto la acogida, la respuesta y la colaboración con la gracia y con el amor de Dios que el Espíritu derrama en nuestros corazones.

  Aspirar a la santidad implica dejar a Cristo entrar en nuestra vida y permitirle que sea El quien guíe nuestra peregrinación por este mundo. Aunque, ciertamente, la santidad es un camino personal, que cada uno ha de recorrer, no obstante el acompañamiento espiritual de alguna persona virtuosa puede ayudarnos a descubrir los pasos a dar en cada momento.

  Asimismo la participación o integración en algún movimiento apostólico o en alguna asociación reconocida por la Iglesia también nos ayudará a crecer espiritualmente, puesto que nos permite contar con el testimonio y con la cercanía de unos hermanos que, además de orar por nosotros, nos están diciendo con su ejemplo que la santidad es posible. Dejemos que el Señor nos conduzca por sus caminos y acojamos su voluntad como norma de vida.