Sisífos en los parques
05/12/2014 - 23:00
Estos días otoñales andar por montes y valles deja una sensación de melancolía. No la de Víctor Hugo: la dicha de estar triste, sino la melancolía del aparente ocaso de la Naturaleza con el gualdo de choperas y robledales. Pero también pasear estos días por nuestros parques, con el suelo alfombrado de hojas secas (aunque se apresuran a barrerlas los servicios de limpieza) es casi tanto como andar pisando los crujientes rincones de nuestros bosques. Pero no es lo mismo, ciertamente, caminar por montes y florestas que entre los árboles y parterres de nuestros urbanizados parques. En aquellos, la sensación de libertad, de liberación de normas y atavismos, parece que se respira con el aire fresco de la mañana, en el perfunctorio de moverse al albur del terreno y de nuestras fuerzas, casi siempre cuesta arriba, para sentir una sensación de suficiencia al contemplar desde lo alto lo que desde abajo apenas percibimos. Por el parque paseamos los senectos, los que ya no podemos hacerlo por cuestas y laderas, y nos tenemos que conformar con añorar desde la blandura de las hojas caídas en el andén pavimentado, la magnificencia de las hojas muertas (no las cantadas por Cole Porter ni las becquerianas juguetes del viento son) de nuestros plurales bosques, tal vez del Hayedo de Tejera Negra, tan concurrido estos días. Pero al pasear por los parques de la capital uno no sería notario de la actualidad si no se refiriera a los que trabajan todas las mañanas con escobas y sopladoras como si al día siguiente los árboles no continuaran desnudándose. Son los modernos sísifos de nuestros parques que, en lugar de empujar una roca desde el Infierno hasta la cumbre, como su modelo mitológico, roca que caía seguidamente y vuelta a subirla hasta la cima, y así indefinidamente, limpian el suelo de hojas caídas por la tarde, un día y otro día hasta que los árboles de hojas caedizas muestran su total desnudez. Ese monótono trabajar, es en realidad una condición humana que se da en casi todas las profesiones. Y precisamente esa monotonía, a la que a veces no le encontramos sentido, es la que ha hecho reflexionar a muchos, entre ellos Camus, en la posible sinrazón de nuestra existencia si no se vive con el noble afán del trabajo bien hecho. Como el de aquel cantero que al preguntarle qué hacía contestó estoy construyendo una catedral mientras su compañero decía estoy labrando una piedra.