Una cabra en el tejado
02/05/2014 - 23:00
Dice Cicerón que la vida es un continuo problema que muchas veces nosotros mismos provocamos. Y alguien ha añadido que la vida sería muy monótona si no hubiera problemas a diario que nos den preocupaciones, pero también inquietudes y ánimos para afrontarlos. Siempre me acordaré, y prueba de ello es que lo recuerdo después de medio siglo, del problema que me encontré al llegar a finales de los sesenta a un pueblecito ribereño del Tajuña, tan ribereño que lleva a este río como apellido. Un pueblo entre rumores de choperas cuyos vecinos eran expertos en truchas, cebos y anzuelos aunque el Servicio Forestal del Estado tenga hoy que repoblar las aguas para que los aficionados no se desanimen. Llegué en las primeras horas de una tibia mañana de mayo y los árboles de ribera mostraban ya el brillante verde recién estrenado de las hojas nuevas prestas a dar frescura a las orillas cuando apretara el calor del mediodía. Eran las nueve de la mañana en el reloj del Ayuntamiento cuando saludé en la plaza al alcalde, de unos sesenta años, amigo mío, quien me presentó a una viejecita octogenaria a la que atendía.
Estaba la anciana angustiada porque esa mañana padecía una situación insólita que no le había ocurrido nunca y que ese día no le permitiría desayunar. Aunque lo que para ella era una situación esperpéntica, con ribetes de dramática, a muchos podría parecerles una broma de mal gusto que se podría repetir. Y es que todos los días desayunaba con la leche recién ordeñada de su única cabra, que en su caso sí que era la vaca del pobre . La cabra se había encaramado horas antes al tejado de su casa de una planta y desde él se había pasado a otros tejados hasta perderla de vista. Y lo peor es que a esas horas, ya todos los hombres en el campo, no había en el pueblo ningún joven que pudiera arriesgase a perseguirla por las alturas, ni había en la localidad, de apenas dos docenas de habitantes, nadie que vendiera leche. Recordado el caso medio siglo después puede parecer nimio o exagerado, pero yo me fui apesarado de lo que entonces me pareció por lo menos conmovedor, quizá porque la anciana vivía sola, sin pensión y, a falta de Servicios Sociales, sobrevivía gracias a la caridad de sus convecinos. Pero me dolía el contraste de que en un pueblo que por la belleza de su entorno parecía que todos sus vecinos vivirían contentos y felices, hubiera alguno, como la anciana octogenaria, que no tenía para comer.