Una democracia indigna
La asociación entre democracia y valores morales de la sociedad se ha terminado cuando vemos que los sucesivos ciclos y llamamientos electorales no son circunstancias o momentos correctores de la inmoralidad o corrupción y, año tras año, los ciudadanos siguen renovando su confina y otorgando su gestión a gobernantes deshonestos. La indignidad objetiva de la política se convierte en indignación de los ciudadanos. Pero, con el tiempo, ya no existe ni indignación sino resignación. Los corruptos no vienen expulsados del sistema de egoísmo y materialismo que es la vida pública. La elección no es selección de los mejores sino aliento de los embaucadores. Año tras año se demuestra que el juego democrático se desarrolla al margen del sistema cultural de los valores de un pueblo. Más aún, la población premia con su apoyo la repetición de conductas incoherentes y no sanciona o castiga sino que anima y alienta a aquellos gobernantes que han robado aspiraciones e ideales y han utilizado la confianza de la soberanía popular para obtener sus intereses propios y groseros. Con ello se consiguen dos efectos, primero que la corrupción siga adelante y tenga el camino despejado, autorizada y legitimada por la voluntad general del pueblo y segundo que esos mismos ciudadanos se conviertan en cómplices o colaboradores necesarios para seguir perpetuando tanto latrocinio de las conciencias y de las economías. Estamos ante una democracia fallida y fracasada en sus objetivos de regenerar el tejido y la genética social y cultural mediante la participación y concurrencia de los ciudadanos libres y confiados. Los así elegidos y reafirmados en sus puestos se sienten autorizados por la democracia o voluntad popular para afianzarse en su convicción de que al pueblo ya no le afecta ni asienta mal el abuso o derroche de recursos comunes en beneficio propio pues los contribuyentes pagan, encantados, la cuenta y la factura de sus gobernantes que se han enriquecido a costa del pueblo pues para eso han entrado en política. La repetición de tantas prácticas abusivas consigue que el pueblo ya ni se indigne ni reaccione y que permanezca indiferente ante los numerosos episodios de inmoralidad de las personas y de las instituciones. El día en que desaparezca el sentido moral del pueblo que sirva como dique de contención, de denuncia o de alarma, habremos perdido toda esperanza de un nuevo rostro de la democracia en el mundo. Una política degradada a sus más bajos niveles de instinto y apropiación no sirve para dar consistencia al sentimiento racional del hombre en la sociedad. El fracaso se convierte en engaño de la población y provoca la pérdida de credibilidad en las instituciones y en las personas que es la base de toda democracia. Si seguimos en esta dirección, abandonemos toda esperanza en nuestro porvenir y entregaremos a nuestros jóvenes una sociedad empobrecida espiritualmente.