Utande: acacios y peludillos

22/06/2021 - 07:26 Tomás Gismera Velasco

Los danzantes de San Acacio mantienen viva la tradición de un pueblo

Las de San Acacio en Utande son fiestas mayores que suelen preceder a las de San Juan, que también lo son por una buena parte de la provincia.

La fiesta en Utande va unida a los danzantes que palotean en honor del Santo y a la loa que, igualmente, en honor de San Acacio, tiene lugar a lo largo de una jornada festiva en la que, para encontrar sus orígenes, hay que remontarse unos cuantos siglos atrás. Quizá al día en el que, a Utande, llegaron las reliquias de San Acacio Mártir, algo que debió de acontecer por los años finales del siglo XVI o los inicios del XVII, constituyéndose más adelante la cofradía del Santo, que fue bendecida por el Papa Inocencio X, quien además concedió gracias e indulgencias, así como cinco jubileos al año, a los miembros y devotos de la reliquia del santo conservada en la localidad, se dice que con motivo de la fundación de la cofradía que ya le daba culto, aprobada por el propio Papa Inocencio, quien gobernó la iglesia católica entre el 29 de abril de 1670 y el 22 de julio de 1676.

Claro está que también hay quien apunta que las danzas se remontan a los tiempos de la recon- quista de esta tierra. Danzas que, sin duda, han ido evolucionando hasta llegar a nuestros días, como seña de identidad de un pueblo, de un valle y, por qué no, de una provincia.

Utande, en el Valle del Badiel

El Valle del Badiel es uno de esos hermosos rincones que nos brinda Guadalajara, a tres pasos de la capital, y abrigado por altas tierras que dieron vida a la siempre histórica y literaria villa de Hita, así como a la no menos legendaria peña jadraqueña en la que se alzó el castillo del Cid.

Tierras fueron, estas de Utande, de los Orozco, que gobernaron una parte de la Serranía. Se cuenta que pertenecieron a don Íñigo López de Orozco, el mismo que fue muerto por la mano, alevosa o justiciera, según quienes, del rey don Pedro I a quien por esta y cosas semejantes apodaron “El Cruel”. De la hija de don Íñigo, doña Juana Menéndez, pasaron algunas de las tierras del Valle a poder de don Pedro González de Mendoza, el de “Aljubarrota”, y tras de este, después de unos cuantos pleitos hereditarios, compras y ventas, terminaron bajo la extensa capa del cardenal Mendoza y, por ende, de la Casa del Infantado.

Claro está que si algo hay en el valle que destaca por encima de todo lo demás es el monasterio o convento de Valfermoso, el mismo que fundasen don Juan Pascasio y doña Flamba, su mujer, allá por el lejano siglo XII y que, al igual que el valle y villas circunvecinas, tiene historia larga y hermosa por contar.

Quizá sea Utande al día de hoy, como tantas otras de las poblaciones que rodean a la provincia de Guadalajara, una sombra de lo que fue, pues llegó a contar con más de medio millar de habitantes en sus mejores tiempos que, hoy como ayer, se reúnen y reunieron en torno a la iglesia y la plaza para celebrar al Santo Acacio y, sin duda, a pesar de venir haciéndolo un siglo detrás del otro, escuchar el entrechocar de los palos en la danza, y observar cómo, año atrás año, el ángel vence al demonio en la correspondiente loa, como es su obligación.

San Acacio Mártir

Quizá resulta un tanto extraña la devoción del pueblo a un Santo y Mártir de tan lejanos orígenes, puesto que el Agato o Acacio de la celebración salió de la Capadocia hace cosa de dieciocho siglos; fue centurión romano al servicio de dos emperadores, Antonio y Adriano; anduvo por Armenia, subió al monte Ararat, ya convertido al cristianismo, de donde le llegó el martirio, junto a unos cuantos miles de cristianos más. Martirio en el que fue coronado con espinas de acacia, y azotado con ramas de acacia espinosa que, como no podía ser de otra manera, le hicieron en la santidad trastocar el original nombre de Agato, por Acacio.

Es santo a quien se acude a la hora de la agonía, como protector de agonizantes y, por supuesto, como soldado romano que fue, también se pidió, en tiempo en el que los soldados acudían a las guerras, su mano protectora.

De Utande consta que unos cuantos muchachos partieron del pueblo a servir al Rey en aquellas guerras coloniales que terminaron con las posesiones españolas por Cuba y Filipinas, y si antes se lo pidieron, en aquel desdichado año de 1898 el señor cura párroco de Buenafuente, que entonces lo era don Isidro Sanz, el día de la fiesta y desde el púlpito, tal y como contó el entonces maestro de la población, don Florencio Navalpotro, concluyó el sermón pidiendo a San Acacio por la terminación de la guerra y acuda como guerrero que fue, en ayuda nuestra para alcanzar una gloriosa victoria.

Algunos de los mozos que a la guerra fueron, regresaron. Otros quedaron por aquellas lejanas tierras, perdidas que las guerras, y las colonias, lo fueron.

Se cuenta que las primeras reliquias del Santo centurión llegaron a España en los primeros años del siglo XVI, al menos en 1517 llegaron a Montemayor, en Córdoba; y probablemente fuese por entonces cuando llegaron también a Utande, sin que sepamos ni cómo ni de qué manera; si bien es lo cierto que en su iglesia se conservaron a lo largo de varios siglos, y de ella desaparecieron, según la historia cuenta, en aquellos días negros en los que la sangre corrió sin medida por la tierra patria; en el mes de agosto de 1936 se les perdió el rastro.

En torno a los danzantes

Siempre, desde que las crónicas nos lo cuentan, fueron los danzantes vestidos a la manera de los muchos que por tierras de Castilla salen a ejecutar sus danzas por estas mismas fechas en las que la naturaleza se pinta de mil y un matices, poniendo color y arte a las procesiones del Corpus, o de su Octava, tan cercanas en el calendario a la festividad de San Acacio que se marca el 22 de junio; a pesar de que ahora, en Utande, la fiesta se celebre en el domingo más cercano, por aquello de reunir en la población a cuantos más hijos de la villa, mejor. Pues todos quieren celebrar la fiesta como lo hicieron sus mayores. Muchos de ellos fueron danzantes, a quienes como a los de hoy, llamaron Acacios y Peludillos.

Pareciera que desde las altas cumbres del Ocejón, de Valverde y Majaelrayo, se nos hubiesen trastocado los danzantes para ejecutar la danza, en lugar de en aquellas verdes praderas, a través de las calles de Utande, descubierta la cabeza, pues la mitra se quedó por las alturas, o en la cabeza del ángel de la Loa. Por lo demás, es mucha la similitud de atuendos, lo que nos llevaría a pensar que alguna relación pudieran tener los danzantes de San Acacio con los celebrantes de la Octava: Los danzantes, en número de ocho, visten camisa y falda blancas muy almidonadas, y medias y calzado del mismo color. Únicamente son de colores vivos el pañuelo que se colocan a modo de mandil o faja y las cintas multicolores que caen sobre sus hombros hasta la cintura. Sobre el pecho, de izquierda a derecha, cruza una banda de seda bordada.

La danza se complementa con la Loa a San Acacio Mártir: complementa el grupo un ángel (niño), que lleva su espada en alto y que se cubre con una vistosa mitra de flores doradas; el Botarga, que vestido de negro y cubierto su rostro con demoniaca careta empuña una espada teñida de sangre; un viejo, que lleva el simbolismo de la vida y la muerte, y por último el tañedor de laúd, a cuyo ritmo se produce la danza, y que sin duda es la solución popular desde que desaparecieron el gaitero o dulzainero, que anteriormente debió ser su músico auténtico.

Lo contaron, hace más de cincuenta años, Sinforiano García Sanz y Antonio Aragonés Subero, de la misma manera que lo hizo el maestro don Florencio Navalpotro a fines del siglo XIX.

La danza solo es una, de paloteo, con media docena de músicas y títulos bailables: Marizámpanos, A la sombra del aquel olivar, Cuatro frailes, Peludillos, A coger quiricoles...

La Loa también es solo una, a modo de aquellas que se representaban por las plazas de nuestros pueblos en lo más venturoso del Siglo de Oro. Loa, y danzas, que invitan a conocer uno de esos rincones hermosos, metidos en valle con historia, en el que se encuentra Utande. Y es que nuestra provincia, por extraño que nos parezca, tiene tantas cosas hermosas por descubrir que, por mucho que supongamos, no se nos acaban.