Barcelona

23/09/2017 - 11:54 Jesús de Andrés

De momento, la disputa no está en las calles, está en la mesa donde se reúnen las familias para comer los domingos.

Barcelona fue una ciudad cosmopolita durante décadas. Incluso en los años sesenta y primeros setenta, en plena dictadura, en tiempos de desarrollismo, seiscientos y suecas, cuando la rígida moral todavía ahogaba las costumbres y la ausencia de derechos impedía las libertades, Barcelona destacaba como una isla abierta y a ella llegaban escritores, músicos, pintores y artistas de todo el mundo. Mario Vargas Llosa, José Donoso, Gabriel García Márquez o Jorge Edwards, gracias a la labor de editores y agentes literarios como Carlos Barral y Carmen Balcells, vivieron en ella, haciendo de Barcelona la capital del “boom latinoamericano”, sustituyendo a París como la Arcadia en la que todos los escritores en español querían establecerse.
    La Constitución de 1978, además de la democratización de las instituciones y el ejercicio de la libertad, trajo consigo un nuevo diseño territorial que permitió el autogobierno tanto tiempo demandado en Cataluña. Era de esperar que el nuevo contexto reforzara aquellas tendencias aperturistas; sin embargo, las recién estrenadas instituciones autonómicas quedaron –ley electoral mediante- en manos del nacionalismo catalanista que, con la cadencia del apoyo que Pujol prestaba para la formación del gobierno central, poco a poco fue ganando poder, competencias y prebendas. La creación de una estructura política clientelista (como tal, de naturaleza corrupta) y la utilización de todos los recursos a su alcance para la consecución de su utopía identitaria y excluyente, propia de todo nacionalismo, favorecieron la deriva de la ciudad liberal, universal y abierta hacia el delirio catalanista. El fulgor internacional se apagó tras los juegos olímpicos de 1992 y desde entonces la ciudad tomó la senda que marca el nacionalismo que, como fe que apela al mito del pueblo elegido, desprecia y persigue la diferencia, uniformiza en los usos más catetos y cataloga a las personas no como ciudadanos sino diferenciando entre los miembros de la etnia y el resto, los otros. La manifestación tras el atentado islamista del mes pasado, si no lo estaban ya, dejó claras las cosas. La acomplejada insistencia de su actual alcaldesa, Ada Colau, en el inexistente derecho a decidir (a pesar de su permanente indecisión, para qué lo querrá) muestra hasta qué punto la situación no tiene retorno.
    El nacionalismo catalanista, forzando las normas y los principios del liberalismo político, se ha echado al monte envenenando la convivencia, sembrando –maldito sea- la discordia entre hermanos, entre padres e hijos. De momento, la disputa no está en las calles, está en la mesa donde se reúnen las familias para comer los domingos. Detrás de la fachada de diseño y fingida modernidad de la actual Barcelona, de la arquitectura de Gaudí o de los goles de Messi, del destino anhelado del turismo, se ha apoderado de la ciudad un rancio carlismo con barretina que desprecia el liberalismo y pretende que todos comulguen con las ruedas de su molino identitario. Que los dioses nos protejan a todos, en particular a los barceloneses que no pertenecen a la tribu.