Conducta y representación

15/11/2016 - 20:49 Jesús Fernández

En democracia, como en muchas otras organizaciones, la conducta personal es más importante que las ceremonias, los registros,  las actas o tomas de posesión, las  certificaciones, los ritos de transmisión o las documentaciones.

En democracia, como en muchas otras organizaciones, la conducta personal es más importante que las ceremonias, los registros,  las actas o tomas de posesión, las  certificaciones, los ritos de transmisión o las documentaciones. En política, la credencial más importante es la conducta democrática  y honesta  de las personas. La democracia está en las actitudes y no en las adscripciones. Llevamos años fiándolo  todo al valor legal de las candidaturas, de los elegidos, de las actas de representación sin fijarnos en la vida corrupta o democrática de nuestros gobernantes que se sienten ungidos o consagrados por los procedimientos electorales. No existe entre nosotros el revocamiento,  la devolución o reducción a su estado anterior, el despojar de su representación al que ha mentido o fallado en la responsabilidad asumida por el “cargo”.   
    Siendo coherentes, en democracia el pueblo elige y el pueblo destituye. Pasamos constantemente de la jurisdicción a la legitimación e imposición. Vamos avanzando en la convergencia de ambas dimensiones, de ambos sistemas. Sólo la conducta honesta, coherente, sencilla, austera, honrada “legitima” para representar la escala de valores de un pueblo con mucho sentido de la responsabilidad, del sacrificio, de la honradez natural de las personas. A eso hay que añadir la caducidad de los cargos, de las funciones y de los nombramientos. La política es, por definición, temporal, pasajera, efímera y caduca. La actividad política necesita una regeneración profunda y ella tiene que partir del reconocimiento de la inapetencia o no  ambición o aspiración desmedida frente a los irrefrenables  deseos de mandar y dirigir a los demás por un placer inmanente de satisfacción personal.
    Pero aquí vivimos una carrera de sustitución y ascenso en el ejercicio del poder en un sentido de necesidad. Toda democracia que no nazca de un sentimiento interior de servicio y desprendimiento personal, equivale a  estructurar el egoísmo y repartirse los beneficios del poder. Es muy peligroso llegar a identificar la propia personalidad y existencia con el ejercicio del poder en cualquiera de sus niveles o manifestaciones. Algunos creen que cuanto más mandan más hombres (o mujeres) son. El poder no define a nadie. Para ellos, los demás son ciudadanos básicos que viven en una sociedad elemental, sometidos y esclavizados por los poderosos. Parece que todos estamos arrollados por unas estructuras de poder y superioridad, con un lenguaje propio, dominante y distante, jerarquizado, impositivo y separador. Lo importante, para muchos, es descubrir ese núcleo fundamental de la conciencia humana que tenga la clave del dominio del sujeto, sea la religión, sea el dinero y la riqueza, sea el poder, sea la trascendencia, sea  lo sagrado.
    Sin embargo, tenemos que distinguir el orden moral del orden de representación política, de la legitimidad y no reproducir un pelagianismo moderno donde la eficacia del mandato democrático y su autoridad  dependan de la limpieza del que la ejercita. Un político puede ser deshonesto pero si ha sido elegido correctamente tiene toda la legitimidad de la comunidad a la que representa. No podemos confundir las armas en la lucha y usar unas contra otras.