Cumbre dulzainera

16/07/2016 - 16:47 Pedro Villaverde

Como singular ministerio del tiempo, Labros puede llevarnos gratis el próximo 23 de julio al Siglo de Oro.

Como singular ministerio del tiempo, Labros puede llevarnos gratis el próximo 23 de julio al siglo de oro y a la cumbre del arte de la dulzaina. Desde el pionero y aborigen Lorenzo Cetina (1664) a los punteros grupos actuales de la zona y las limítrofes provincias de Zaragoza y Soria. Pasando por el ilustre seguntino José María Canfrán, que nos abandonó hace ahora quince años, pero nos dejó su imborrable maestría y cariño.
    Sería imposible encontrar un mejor motivo para que los precisos, cálidos y amplios sones de los mejores gaiteros, resuenen en un festivo homenaje, inédito y multitudinario para estos pagos con tantos días del año en que ni siquiera se da una vuelta el viento. Además de obvia tierra de labradores, mudo testigo del paso de los siglos, encrucijada de caminos en ruta jacobea con una iglesia joya del románico rural (siglo XIII) dedicada a Santiago Apóstol,  Labros ha sido desde siempre renombrado como “el pueblo de los gaiteros”. El objetivo es que la fama perdure.
    Tras el precursor Lorenzo Cetina, del que consta que fue “contratado de por vida” por el ayuntamiento hace 372 años  a cambio de 12 reales de plata, decenas de músicos han asentado en este pueblo su tradición dulzainera. Justo, Benito, Alejandrino y Marcelino fueron los penúltimos de una larga lista de avezados artistas que, a ritmo de dulzaina y tamboril, llevaron durante siglos júbilo y alegría por las fiestas de estos confines. Mucho antes de que los vecinos de Milmarcos llegaran a contar, antes y después de la guerra civil, con hasta dos estupendas bandas de música, y los de Molina de Aragón, en los setenta, con cinco grupos siguiendo la estela de Los Brincos y los Bravos.
    La cumbre del sábado en Labros, en lo musical y en la altura (1.300 metros), resonará mucho tiempo en el corazón de los habitantes de este recóndito lugar de la tierra molinesa y de sus calles, a menudo desiertas, donde reinan la soledad y el silencio. También de los amantes de este folclore popular sin precio, que nunca pasa de moda, y de tantos y tantos amigos que José María fue dejando por más de una treintena de pueblos de la geografía castellana, que siguen atrapando a sus visitantes como el vértigo.