El pisito

14/01/2018 - 11:01 Jesús de Andrés

Hoy “el pisito” es otro. Alude a la pretensión del duque del Infantado, Íñigo de Arteaga, de que se le construya una vivienda de 400 metros cuadrados dentro del palacio del Infantado.

El gran Rafael Azcona, guionista de obras como El verdugo, La vaquilla, La escopeta nacional o Belle Époque, escribió El pisito en 1956, historia de unos novios sin recursos que, ante la imposibilidad de contraer matrimonio por no tener vivienda, deciden que él se case con su casera –anciana y enferma– para así heredar su piso (cuyo cálculo erróneo, pues la vieja aguanta un par de años, desgasta totalmente a la pareja). La película se inscribió en el denominado neorrealismo, una fórmula que –disimulada bajo una pátina de humor– sorteó la censura realizando una crítica profunda a la España de la autarquía.
Hoy “el pisito” es otro. Alude a la pretensión del duque del Infantado, Íñigo de Arteaga, de que se le construya una vivienda de 400 metros cuadrados dentro del palacio del Infantado en virtud de la escritura de cesión realizada en 1960 para su reconstrucción. Las ruinas del palacio, bombardeado en 1936, pertenecían al Ayuntamiento y al propio duque, pero fueron cedidas al Ministerio de Educación incluyendo una cláusula para que éste pudiera “habitar de manera ocasional” unas dependencias del mismo. Casi cincuenta años después, en 2007, el duque se acordó de aquello y comenzó un pleito para recuperar “su” propiedad o para conseguir el pisito a costa del presupuesto público (algo que, por cierto, no se especifica en la escritura), y en esas estamos. Con buen criterio, el Ayuntamiento negó la licencia de obras y ha desestimado el recurso del Ministerio, a cuyo frente está –casualmente– un primo lejano del duque, el otro Íñigo de esta historia, decidido a la construcción de un palacio dentro del palacio para solaz del noble y su descendencia.
Es comprensible que el duque juegue sus cartas; lo es mucho menos la tozudez del ministro, ignorante de lo mucho que han cambiado las cosas en el escenario patrio. El Infantado es un símbolo de Guadalajara. No sólo es su principal monumento –que también– sino que es una de sus principales señas de identidad. En torno a la defensa del palacio se han articulado plataformas ciudadanas, se han generado foros de discusión, se han implicado instituciones, colegios profesionales y universidades, se está creando un movimiento social que, pese a tratarse de Guadalajara, está dispuesto a defenderse de lo que se considera una agresión.
Se cuenta una anécdota del periodista Julio Camba según la cual el alcalde de Madrid le sondeó sobre la posibilidad de poner su nombre a una calle. “¿Una calle? Yo lo que necesito es un piso”, respondió airado. Posiblemente la Casa del Infantado no necesita ni piso ni calle –a la plaza llega tarde– y no le sale a cuenta seguir insistiendo. No podemos tener hipotecado nuestro principal monumento por un capricho, que estos asuntos simbólicos los carga el diablo y ese –si de repente deja de circular almíbar de bizcocho borracho por las venas de Guadalajara– sí que puede ser neorrealismo del bueno.