El sueño infantil de una noche de verano


Mis noches de verano eran más de Concordia que de sábanas y sueño. Vivir al lado del parque de los parques arriacenses es un privilegio en todo tiempo y edad.

Desde que Shakespeare casó a Teseo, el duque de Atenas, con Hipólita, la reina de las amazonas, entre un carrusel de amantes, actores y hadas, los sueños de las noches de verano tienen un punto de trama carnavalesca literaria pese a que la obra del celebérrimo escritor inglés no se sitúa en el tiempo de las carnestolendas, sino en el del solsticio de verano. De hecho, el título original en inglés de “El sueño de una noche de verano” no estaría tan abierto a las noventa noches de los tres meses del estío, sino que está fijado en la “Midsummer night” que es la noche del solsticio de verano y que en España solemos situar en la de San Juan por la deriva de tres días que supuso el paso del calendario juliano al gregoriano. Felix Mendelssohn, inspirado en la obra de Shakespeare, compuso una obertura y varias piezas que solían acompañar las representaciones de esta obra teatral, especialmente en el siglo XIX, una de las más populares del escritor inglés. También creo recordar que hay una ópera de idéntico título al de la obra del dramaturgo británico que fue coetáneo de Cervantes, uniéndose así para siempre en el tiempo y en la gloria las dos plumas de mayor calado en los dos principales idiomas literarios del mundo, el inglés y el castellano, que además son también los más hablados, junto con el chino mandarín y el hindi.

El verano, ciertamente, es un tiempo propicio para la ensoñación. La brevedad y calidez de sus noches invitan a ponerse en brazos de Morfeo, el dios griego del sueño. Shakespeare prefirió dejar en vigilia a los protagonistas de su obra inspirada en el sueño de una noche de verano porque los necesitaba bien despiertos para que protagonizaran las tramas por él pergeñadas, siempre enrevesadas, severas y profundas en la acción y arquetípicas en los personajes. Cuando era niño y los veranos me entusiasmaban pese a sus calenturas y sofocos — sin duda porque bien me lamía, como los bueyes sueltos, al no tener obligaciones escolares—, las noches también las quería pasar en vigilia y prefería escuchar los conciertos de la Banda Provincial, con el maestro Simón al frente, en el kiosco de la Concordia, antes que envolverme en unas sábanas que, por ligeras fue fueren, pronto parecían mantas y pesaban más que un mal matrimonio, como decía una vecina que no tuvo suerte con el marido. 

Imagen del antiguo templete del Parque de la Concordia.

Mis sueños infantiles de las noches de verano en la Guadalajara de los años 60 casi siempre están vinculados a la Concordia, nuestro histórico parque que pronto va a cumplir ya 170 años, que aquí no es poco pues no se si lo da el agua del Sorbe, o en su día el que venía de Valdegrudas o el de las hazas del Carmen y del Sotillo, el caso es que aquí las cosas, en cuanto empiezan a cumplir años, las despreciamos por viejas, las abandonamos, las demolemos y dejamos su solar o lo reemplazamos por algo nuevo que tampoco permitiremos que se haga viejo. Lo viejo, en Guadalajara, tiene escasas oportunidades de llegar a antiguo; por eso, lo poco que ha llegado, nos parece excelso, como si se tratara de un tótem relíctico y resiliente, como está ahora de moda decir, al que rendirnos y casi casi adorar. De hecho, lo más antiguo que nos ha quedado es el puente árabe, al que, por cierto, algún botarate ha maculado hace poco con unos botes de espray firmando su pintada como “BRO” que, es de suponer, se trata del diminutivo de “brother”, hermano en inglés, que es como se suelen llamar entre ellos algunos adanes de ancho pantalón, camiseta de tirantes y gorra ladeada, como si en vez de ir de frente, siempre fueran de lado. Que es como suelen ir. El mismo “Bro” dejó también su sello en el muro brutalista que le adosaron al Alcázar en su última intervención; igualmente es de afear esta práctica porque, aún con ese más que cuestionable muro, el Alcázar sigue siendo un resto de data medieval de la ciudad de los que le quedan pocos, si bien esta ha sido la crónica de una pintada anunciada porque si algo quiere un grafitero no artista —los hay que lo son y para ellos mi respeto—, es un muro tan muro como el implementado en el Alcázar y aún no pintado para ser el primero en hollarlo.

Como iba diciendo, mis noches de verano eran más de Concordia que de sábanas y sueño. Vivir al lado del parque de los parques arriacenses es un privilegio en todo tiempo y edad, sobremanera cuando se es niño o mayor. Los vecinos de la Concordia tenemos todos patio y jardín, de uso común, no privativo, pero un patio de juego envidiable y un jardín frondoso que es, sobre todo, de los árboles y de los pájaros, aunque a veces algunos se lo quieran arrebatar con hervores, fragores y humores humanos de alta concentración y densidad, humos y ruidos. Recuerdo con tanta nitidez como afección aquella Concordia de los años 60 en la que el bar Remo, cercano al kiosco de música y todo él acristalado, se ofrecía en invierno como refugio de lluvias y fríos con un reconfortante café y, ya en verano, como terraza al fresco en las noches de helado y batido, de Mirinda, Pepsi y botellín. El hielo y la gaseosa de la fábrica de la Industrial, que estaba donde en Bejanque convergen el Arrabal del Agua y la calle que lleva al Parque Sandra, ayudaban a refrescar aquellos cálidos estíos de pelos largos, pantalones de campana y mini-faldas yeyés. Las pegadizas canciones del verano que una y otra vez, sin solución de continuidad, sonaban en los transistores y en las máquinas de discos de vinilo de los bares eran la banda sonora de aquellas noches de verano con muchos sueños, especialmente de libertad porque el mayo del 68 francés también tuvo eco aquí, aunque aún quedara por recorrer un largo camino hacia ella. 

La Guadalajara de aquellos veranos sesenteros tenía menos de una tercera parte de población que la actual. Inició la década con 20.000 habitantes y la concluyó con 30.000. Los sesenta fueron los primeros años en que ya se produjo de una manera evidente lo que solo se había comenzado a manifestar en la década de los cincuenta: la notoria y progresiva llegada de vecinos procedentes, sobre todo, de los propios pueblos de la provincia. También comenzaban a avecindarse en la capital familias llegadas de otras regiones de España, especialmente de Andalucía y Extremadura, atraídas por la sucesiva instalación de fábricas en los dos polígonos industriales que se crearon en ella: el del Balconcillo y el del Henares. Ambos polígonos llegaron a Guadalajara y supusieron su despegue poblacional gracias al empeño y gestiones de un carismático alcalde, Don Pedro Sanz Vázquez, quien logró que el Consejo de Ministros, en octubre de 1959, incluyera a Guadalajara dentro de los llamados “núcleos de descongestión industrial de Madrid”. Dentro de estos núcleos, además de Guadalajara, se integraron Toledo, Manzanares, Alcázar de San Juan y Aranda de Duero, ciudades situadas a un radio máximo de 200 kilómetros de la capital, en las que se creó, urbanizó y equipo suelo especial; en el caso de la capital alcarreña, 259 hectáreas, con una inversión estatal de 24 millones de pesetas. En los polígonos de los núcleos de descongestión se instalaron industrias, beneficiándose quienes establecieran sus empresas en ellos. No sólo fueron dotados de equipamientos e infraestructuras muy completas, sino también se aplicaron favorecedoras medidas fiscales. Aquel y trascedente hecho para Guadalajara se celebró con alborozo en la ciudad, incluso con una manifestación —algo entonces solo autorizado si era a favor del gobierno— en la que se calcula que participaron alrededor de 5000 personas, un cuarto de la población total que había en ese momento.

Muchos de los habitantes que se iban sumando al censo de Guadalajara en aquellos años de crecimiento económico y demográfico, especialmente en los años sesenta y setenta, procedentes de pueblos de la provincia y de otras regiones de España, vacacionaban en verano en sus lugares de origen, lo que propiciaba una diáspora casi general, sobre todo en agosto. La ciudad, en aquellas semanas de verano, cerraba literalmente por vacaciones y se reencontraba con su esencia previa a aquel tiempo de alta inmigración. Entonces había dos guadalajaras: la del verano y la del resto del año, como también solo había tres estaciones: la de invierno, la de verano… y la de ferrocarril. A principios de los años 80, siendo alcalde Javier Irízar, llegó una nueva estación, la de autobuses, y en 2003 se inauguró la del AVE que Guadalajara comparte con el vecino Yebes y cuya construcción no estaba prevista en un primer momento dada la proximidad de la capital alcarreña con Madrid que, unas veces, tanto nos beneficia y otras nos penaliza. Fue José María Bris, siendo alcalde de la ciudad —lo fue entre 1992 y 2003— quien consiguió que Adif rectificara su inicial propósito de no construir aquí estación.

Los sueños son para las noches de verano como las mesas camillas con brasero de picón y herraj lo eran antaño para las tardes y las noches de invierno. Soñar no cuesta dinero y, como decía Facundo Cabral, lo mejor de la vida es gratis. Mis sueños de niño en aquellas noches de verano de la Guadalajara yeyé los tenía siempre despierto y en ellos me imaginaba en la Concordia, pero siendo ya mayor y gozando de todas sus ventajas. Ahora que lo soy, me gustaría volver a ser niño.