Felicidad

25/03/2017 - 12:55 Emilio Fernández Galiano

“Esa aspiración lógica y legítima de cualquier ciudadano apenas aparece en los programas electorales de los partidos políticos”

El pasado lunes se celebró el día mundial de la Felicidad. No hay jornada en el año en que no se celebre algo pero me llama la atención el motivo que comento. A fin de cuentas, la felicidad es el objeto o deseo perseguido por todos. Conozco a mucha gente que, desgraciadamente, no es feliz. También a unos cuantos que dicen serlo. Pero no conozco a nadie que no quiera ser feliz.
    Otra cosa es el cómo la gente pretende ser feliz. Sin duda, la edad es un condicionante que determina bastante el medio elegido para fin tan loable. La mayoría de los más jóvenes piensan que el dinero y otros bienes materiales favorecen mucho. A medida que cumplimos años vamos descubriendo otros placeres que no necesariamente son costosos económicamente. Y a los más mayores les basta la salud y algún nieto para sentirse verdaderamente dichosos. Ahora bien, veo más viejos que jóvenes en los despachos de loterías, por lo que tendré que perfilar algo mis conclusiones.
    Un superministro europeo de nacionalidad holandesa dice que los del sur (de Europa), nos gastamos la pasta en copas y mujeres –se referirá, principalmente, a los hombres, excluyendo misteriosamente a las mujeres, como si no tuvieran derecho a divertirse-. Las palabras han indignado a los más inmaculados, pero son como la vida misma. Celebramos nuestra felicidad en torno a la buena mesa y el buen vino. Y por medio del amor, en sus múltiples manifestaciones, alcanzamos también buenas dosis de felicidad. Paradójicamente y según el Informe Mundial sobre la Felicidad, avalado por la ONU, los países nórdicos europeos son los más felices del mundo encabezados por Noruega, Dinamarca, Islandia, Suiza y Finlandia. Llama la atención lo de los suizos, cualquiera lo diría. No sé si serán también los más ricos, al menos de los más, por aquello de que el dinero ayuda mucho. Y si no, basta comprobar cuáles son los más infelices: Burundi, Tanzania, Siria y Ruanda.
    Curiosamente, esa aspiración lógica y legítima de cualquier ciudadano apenas aparece en los programas electorales de los partidos políticos. Sin embargo, los filósofos de la Grecia clásica ya la apuntaban como prioritaria. Y hasta condicionaban la organización de la colectividad. Aristóteles argumentaba que el mejor medio para alcanzarla era la virtud y, por consiguiente, ejercitando un estilo de vida por el que diéramos lo mejor de nosotros mismos. Muchos siglos después, otros dos grandes pensadores abundaron en la idea del filósofo griego y, no es baladí, confirmando sus premisas. Nietzsche diferenciaba la felicidad de la dicha. Ésta era oportuna e intensamente placentera, pero efímera, mientras que a aquélla se podía llegar con una estabilidad duradera si uno es capaz de demostrarse una fuerza vital, o sea, la virtud aristotélica. En la misma línea, y más recientemente, Ortega y Gasset nos animaba a encontrar la felicidad encontrando lo que hacemos bien y nos satisfaga completamente.
    Personalmente, lo que me gusta es que se dedique un día al año para que recapacitemos sobre este concepto que todos creemos conocer pero dudamos de haberlo vivido plenamente, pues siempre hay algo que nos devuelve a lo cotidiano, con los problemas o preocupaciones que todos tenemos, alternándolas con las dichas a la que se refería Nietzsche. Relativizar, aunque sea un poco lo del tonto con lo del mal de muchos, a veces funciona. Sentirte infeliz por cualquier gilipollez a veces nos aturde tontamente, esta vez sí. Y a todos nos pasa. Basta con pensar en los de Ruanda o Burundi para darnos cuenta de lo afortunados que somos. Aunque tal vez la fortuna tampoco sea suficiente y tengamos que hacer caso a Aristóteles y desarrollar al máximo nuestras virtudes. O resignarnos y quedarnos con lo que sentenciaba Baltasar Gracián: “Todos los mortales andan en busca de la felicidad, señal de que ninguno la tiene”.