Ingenuos, feliz 2017

31/12/2016 - 15:20 Emilio Fernández Galiano

Me remonto a los años de mi niñez, pubertad y primera juventud. Esos en los que la ingenuidad envuelve a la curiosidad y ésta a la osadía.

El término ingenuo viene del latín ingenuus, y en la antigua Roma se les denominaba a los nacidos libres, no esclavos. A pesar de las acepciones malévolas con las que en ocasiones se tilda a los ingenuos por carecer, precisamente, de malicia, personalmente valoro la ingenuidad de los primeros tramos de nuestra vida pues es la que nos permite desarrollarnos con plena libertad, sin condicionantes viciados por el paso del tiempo.
    Por eso me gusta retornar con mi memoria -indefectiblemente manipulada, todos lo hacemos- de cuando en cuando a esa época. Y en estas fechas. Cuando mi padre nos despertaba con palmadas intencionadamente sonoras al compás de la Marcha Radetzky del concierto de Año Nuevo, en Viena, retransmitido por televisión. Tenía la habilidad de convertir en tradición cierta disciplina, a la que no nos podíamos oponer por ser sensata y por el buen humor que aportaba al imponerla. Nuestra resaca se convertía en una tierna resignación y huíamos de cualquier queja. Al fin y al cabo, qué mejor despertar para un nuevo año que Radetzky con las palmadas de un padre. La melodía queda inalterable pero el sonido de las palmas paternales ya son sólo eco.
    Era en Sigüenza, en una casa sencilla pero fría como los témpanos, oportunamente humedecida por el río Henares. Con seis hermanos, nuestros padres y en ocasiones hasta tres abuelos, debíamos distribuirnos con rigor. Los tres hijos varones dormíamos en la misma habitación. Las camas estaban dispuestas en forma de “u”. Recuerdo una noche en la que no pegué ojo por una tos insoportable. Claro, ni yo ni mis hermanos. Todavía no he olvidado  cómo  uno de ellos confundió en la oscuridad la orientación de mi cama pensando que junto a su cabeza estaban mis pies. Para intentar cortar mi tos se pasó la noche propinándome continuos y severos golpes creyendo que atizaba a los tobillos. Pero era mi mejilla la que recibía los puñetazos. Pobre, se sigue disculpando.
    Calentábamos las camas con botellas de goma que tenían la boca por la que se introducía el agua caliente que me recordaba a la del Pato Donald. Siempre he tenido una infinita fantasía para convertir objetos en otros. La sonrisa de un pepinillo que diseñé para una afamada peña seguntina está inspirada en la boca y lengüeta de un zapato mocasín tipo castellano. Los grifos de las cocinas los he convertido en cisnes y las tenazas de la chimenea en cocodrilos de hierro.
    Me remonto a los años de mi niñez, pubertad y primera juventud. Esos en los que la ingenuidad envuelve a la curiosidad y ésta a la osadía. O a la inversa. Es mi particular ventaja frente a los que se hacen mayores olvidando su pasado. A veces me reencuentro con amigos de mi niñez y me hablan, sermonean y sentencian como si no nos conociéramos. Se inventan fachadas de cartón piedra pretendiendo camuflarse en una absurda ficción.  Lo mejor en la vida es conformarse cómo es uno, aceptarse a sí mismo sin sacudirse las mejores intenciones de mejorar. Por ejemplo, reconozco muchas veces cierta ingenua inmadurez. Bendita inmadurez, pues es el contrapunto a la madurez y,  por tanto,  lo próximo a lo marchito. No es que padezca el síndrome de Peter Pan, o sí, mantengo que a la vida hay que sujetarla con andamios de ilusión y forjados de optimismo. No se va a caer en ningún caso, o sí, pero va a resultar mucho más atractiva.  
    El camino hacia nuestro fin es irreversible, aquí no hay dudas, pero depende mucho de nosotros que sea angosto o diáfano, llevadero o no. La finalización de cada año es un parpadeo, como cualquier otro instante, pero por su especial significado cronológico, nos hace reflexionar. Es cuando acumulamos en nuestra mochila imaginaria los buenos propósitos, el adelgazar, llevar vida más sana, hacer deporte, hacer más por los demás, ser más tolerante y paciente. Y querer más. Supongo que ese deseo es el que encierra el concepto amor. Al margen de que desde un prisma católico es el pilar en el que se basa buena parte de su doctrina, los mensajes, en sí mismos, son ejemplares. O al menos respetables por los que en una inopinada efervescencia de huir de las tradiciones que inspiran nuestra Navidad, no la transformen ni tergiversen. Respeto. “Respect” es la leyenda de la FIFA para inculcar a todo el mundo del fútbol, por extensión a todo el mundo, de una de las conductas que más favorecen la libertad, el respeto.
    Los artistas tenemos el refugio de la imaginación (John Lennon), siempre alimentada de esa ingenua inmadurez -ya me dirán, sacar una sonrisa de un zapato-. En el mundo taurino no hay peor toro que el resabiado –ya toreado-. Ha perdido su nobleza y adolece de los peores instintos. En los tiempos que vivimos parece absurdo hablar de nobleza. ¡Vaya ingenuidad!