Julio Caro Baroja y el priorato de Bonaval

07/04/2017 - 19:28 Javier Davara

Curiosos sucesos fueron los que sucedieron en el siglo XVII en el monasterio

 

Las dolientes ruinas del monasterio de Bonaval están de actualidad. En los últimos meses, la Asociación Buen Valle de Retiendas, donde se agrupan los vecinos del municipio, ha voceado a los vientos una llamada de auxilio: ¡Salvad Bonaval¡ Una excelente iniciativa en la que todos estamos implicados. El recuerdo de los frailes cistercienses, los silenciosos monjes blancos, dueños de una ascética espiritualidad, cimentada en el trabajo manual, el estudio y la plegaria, tras casi ochocientos cincuenta años de existencia, aletea sobre tan antiguo y derruido convento. El cenobio de Bonaval, de pulcra traza románica y regusto gótico, enclavado en un paraje de indudable belleza, fundado en el año 1164 por un grupo de monjes llegados desde el monasterio vallisoletano de Valbuena, debe ser reconstruido.  
    Julio Caro Baroja, premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, uno de los más prestigiosos antropólogos españoles del pasado siglo, fallecido en el año 1995, sobrino del impagable escritor Pío Baroja y vinculado a la villa de Tendilla, desvela ciertos sucesos acaecidos en Bonaval, allá por el lejano siglo XVII. Una verídica y extraordinaria historia, digna de la más ingeniosa novela, conservada en el Archivo Histórico Nacional, dada a conocer por nuestro protagonista en su libro Vidas Mágicas e Inquisición. Sigamos su galana prosa: “En tierras castellanas nos encontramos, a veces, con pequeños valles recónditos en los que se asienta un viejo convento, más o menos arruinado a consecuencia de las amortizaciones y guerras. Aún no hace mucho tuve ocasión de contemplar las ruinas de un monasterio en un lugar llamado Bonaval, en la provincia de Guadalajara, en el término de Retiendas. La tierra es fragosa, pero en llegando allí el paisaje es ameno, sobre todo en primavera. Quedan en pie, un resto de la iglesia gótica y algo de la vivienda construida”. Antes de referir tan curiosos sucedidos, Caro Baroja previene al interesado lector: “Piensa el viajero, con nostalgia, en la vida retirada de los frailes; en sus trabajos, en sus rezos. Advierte lo gustoso que sería para algunos cultivar un huerto, para otros meditar a la sombra de un árbol copudo. Se imagina las largas noches de invierno y las dificultades cotidianas. Pero cabe también pensar en amistades y tensiones, antipatías y simpatías recíprocas, en años buenos y en años malos de la comunidad”.  
    Tras este obligado aviso, Julio Caro Baroja describe lo ocurrido en el ahora, derrumbado monasterio: “Entre los monjes que por entonces residieron en Bonaval había un tal Valeriano de Figueredo, que pronto pudo parecer a alguno de sus hermanos de Orden un sujeto estrafalario e inquietante”. Su linaje portugués, sin olvidar su posible origen converso, “debía resultar harto incómodo para vivir en Castilla”. Siendo fray Valeriano el abad del convento, en el año 1646, los frailes susurran cómo el prior ocultaba, dentro de la muleta en la cual se apoyaba al andar, un pequeño demonio, un familiar en el lenguaje de la época, un minúsculo animal, al cual invocaba en su provecho. El diablo había entrado en el monasterio. Al parecer, dos jóvenes monjes “tuvieron la ligereza de hacer un regalo a una moza, María de Mora, vecina de la Puebla de Valles”. Los monjes, precavidos, guardaron su secreto. Ante la sorpresa de todos, fray Valeriano, al conocer la temeridad de los frailes, despoja a la joven del azaroso obsequio. El asombro de los monjes, en palabras de Caro Baroja, “estaba en averiguar cómo se había enterado del enredo; si era por el familiar o por cosa casi peor: por el quebrantamiento del secreto de confesión”. 
    Las cosas se complican todavía más por el enfrentamiento de fray Valeriano con otro religioso, “más impulsivo que los demás, que se llamaba fray Bernabé Fernández, hombre en la plenitud de la vida y que también había tenido un desliz de conducta, solicitando, por su parte, a una viuda conocida por el nombre de Coba. Esta falta grave, confesada a fray Valeriano, no se mantuvo oculta por el prior, con el escándalo consiguiente y el sofoco y vergüenza del confesante. La enemistad entre los dos hombres quedó declarada y pública”. Alguien, “sin duda con autoridad, prosigue Caro Baroja, procuró deshacer aquella situación enrarecida. El padre Fernández fue trasladado a Toledo, al convento de Nuestra Señora del Monte Sión”. 
    El malhumorado y rencoroso cisterciense no deja de perseguir a persecución a su malquerido abad. En el mes de abril de 1648, “ante el inquisidor de Toledo, doctor Juan Sánchez de San Pedro”, fray Bernabé Fernández acusa a fray Valeriano de tener tratos con el demonio y haber roto el secreto de confesión”. Con su propia, enérgico y decidido, redacta la denuncia. El pasado año, escribe, estando juntos los seis conventuales de Bonaval, “en una plazuela que dicho convento tiene, aguardando a ver partir al dicho fray Valeriano, que iba a hacer cierto viaje, ninguno de los que estábamos allí vimos por qué camino había echado”. Los monjes, temerosos y asustadizos, piden a Juan Martín, a la sazón alcalde de Retiendas, que emprenda la búsqueda del abad. El alcalde nada encuentra. Escudriña los tres caminos que salen de la plazuela y no halla ninguna huella, pese “a estar la tierra recién llovida”. Tal circunstancia es la mejor prueba, afirma el denunciante, del trato del prior con el demonio. Además, al airado monje tacha al denunciado de “sacrílego, mujeriego y todo cuanto se puede imaginar de malo, indicando, al fin, que no le movía pasión al denunciarle”. 
    El inquisidor, como opina Julio Caro Baroja, “no tenía el ánimo tan excitado como el fraile”. Días más tarde, una disposición del “reverendísimo padre fray Rafael de Oñate, general de la Orden, y en castigo de las faltas cometidas, fray Bernabé Fernández era trasladado al convento de Valparaíso, a tres leguas de Zamora y ocho de Salamanca”. Otro monasterio cisterciense, hoy desaparecido, fundado por Fernando III, el santo monarca de Castilla y León, en la localidad zamorana de Peleas de Arriba. Pese a ello, fray Bernabé no se da por vencido. Escribe al inquisidor toledano insistiendo en su denuncia. Nada consigue. Sus quejas y denuncias no tienen respuesta.
    Julio Caro Baroja concluye su singular relato: “la causa contra fray Valeriano de Figueredo quedó inconclusa, como se lee en la portadilla del expediente, y no volvemos a saber nada de aquél personaje, ni de su familiar, ni del padre Fernández”. Cabe imaginar, supone el erudito antropólogo, que “hubo un acuerdo entre fray Rafael Oñate, superior de la Orden, y los señores inquisidores para cortar por lo sano estas querellas de frailes entre sí, fundadas en efectos diabólicos en el sentido más estricto de la palabra. El priorato de Bonaval hace ya muchos años que está desmantelado. No fue el único en que vivió un fraile con fama de nigromante”. 
    Lo sucedido en Bonaval es un buen ejemplo del proceder de los tribunales de la Inquisición. Los inquisidores españoles se mostraron radicalmente inexorables con los protestantes, inclementes y despiadados con judíos y conversos, pero curiosamente ambiguos ante magos, brujas y demonios. Por otra parte, no es posible olvidar que en los numerosos conventos y monasterios de la época convivieron personas de muy distinta sensibilidad religiosa. Como bien apunta Julio Caro Baroja, “desde el santo que alcanza la forma más elevada de perfección mística, al fraile chocarrero y apicarado, pasando por el fraile erudito, el asceta, el científico, el cortesano y aún el poeta más o menos secularizado, hay una gama impresionante”. Sin duda, los sucesos ocurridos en los claustros son uno de los muchos retratos posibles de la sociedad española del siglo XVII. Ahora, en nuestros días, a nosotros nos corresponde salvar al monasterio de Bonaval.