La Almudena

18/11/2017 - 12:50 Marta Velasco

Los católicos somos muy aficionados a las procesiones.

El día nueve amaneció en Madrid el invierno. Por las ventanas entraba una espada de hielo y en la televisión ponían la misa de la Almudena desde la plaza Mayor. Se levantaban con el viento frío las puntillas del alba de Monseñor Osoro y del clero que le acompañaba en la liturgia, y la alcaldesa Carmena tenía la nariz roja y una expresión añorante de camilla con brasero. En ese escenario tan desapacible, la joven portavoz del Ayuntamiento nunca se abría quitado ni la chaqueta, lo digo desde el cariño.
    Aunque lucía el sol, hacía frío y apetecía poco salir a celebrar el día de la Patrona de Madrid, la Virgen de la Almudena. Pero tengo unos amigos con los que vamos a la procesión y a comer por el centro y nos vemos en raras ocasiones, y digo raras porque son dos ocasiones y dos procesiones: La Almudena en noviembre y el Cristo de los Estudiantes, en Semana Santa.
    Los católicos somos muy aficionados a las procesiones. Con cualquier motivo, una sequía, una enfermedad, un agradecimiento, un desagravio, los católicos bajamos la imagen sagrada de su pedestal y nos lanzamos con las andas a la calle, como si este trayecto por la realidad de nuestras miserias terrenales fuera a provocar en el personaje celestial gana de favorecernos. Supongo que tanto paseo tiene mucho que ver con nuestro carácter bullicioso y callejero. Incluso al Papa de Roma lo hemos trasladado en silla gestatoria hasta que llegó el Papa Francisco. Y no digo nada del paseíllo de los toreros triunfantes sacados a hombros de la plaza, porque es un asunto laico. La cosa es no quedarse en casa.
    Allí nos fuimos bien abrigados y la calle Mayor era una fiesta. La media de edad alta y todos los asistentes desfilaban vestidos para la ocasión: madrileños castizos, chulapas con sus mantones, madrileños de la capa y el bombín, de traje de cuadritos y gorra ladeada. Piñorras de Castilla, aragoneses de castañuela y cachirulo, charros de Salamanca, andaluces del Rocío, representantes de Extremadura, de Soria… Casas regionales. Caballeros del Santo Sepulcro, de Calatrava, de Malta; seminaristas a montones. Monjas de distintos conventos y colores, joteros a pleno pulmón, estandartes de seda y terciopelo, policía a caballo, barrenderos, jinetes, bomberos, hermanos del Cristo del Gran Poder, hermanas del Carmen, niños de la Merced, filas de apuestos congregantes con mantos blancos, miríadas de madrileñas con sus impecables abrigos negros, con peinetas y mantillas, el rosario enredado en sus manos y tacones de vértigo y penitencia. Curas jóvenes y viejos, concejales, turistas, gitanos y churumbeles, chinos, sudamericanos de todos los lugares. Un par de bandas de música, otra del ejército muy aplaudida. Pili grito “Viva Aragón” al paso de los maños y todos vitoreamos.
    La Virgen de la Almudena alta, morena, elegante, con ojos tristes. Caían flores a su paso. Monseñor, clero, concejales engalanados y autoridades cerraban la procesión.
    Las procesiones, con sus bandas de música marcando el paso, me recuerdan el cine italiano. Cada año veo El Padrino y me quedo extasiada un par de semanas. Pues bien, esta procesión de la Almudena es tan bonita y rara que la podría firmar Coppola y debería figurar en la Antología de las procesiones.