La España de nadie

14/12/2018 - 12:24 Javier Sanz

La España interior es un refugio de nostálgicos que todavía se emocionan cuando huelen a panceta en la brasa y suenan dulzainas.

Con éxito levantó un libro Sergio del Molino sobre la España vacía, con este título, y por bien trazado y escrito tiraron de él varias ediciones. Sabía de lo que hablaba este entrepelado madrileño-aragonés y levantaba acta interpretada del éxodo del agro a la ciudad, por muy bellos que fueran los páramos de cada término con su puntiaguda torre eclesial en el centro de esa fotografía de almanaque que olía a tomillo, humo y pimentón y sonaba a cascabeleo celestial de agua pura. Mandangas. La aguja de todas las brújulas de hojalata apuntaba a cada capital de provincia, la meca donde el último mohicano tiene acceso con una tarjeta de plástico al hospital, donde siempre hay un banco de diseño en la plaza para evidenciar que ya nada es como antes, cuando el Antiguo Testamento –que dura hasta 1982-, siglos en que el labrador recibía y despedía al sol a pie de obra, no como ahora.

España no es que se despueble, sino que en el cine de cada ayuntamiento viejo echan dos películas seguidas que a la gente le da por hilar como el que ve “El Padrino” o “Harry Potter”, cuando nada tiene que ver, pero se empeñan en enganchar la segunda a la primera parte como si fuera continuación. La España interior es un refugio de nostálgicos que todavía se emocionan cuando huelen la panceta en la brasa y suenan dulzainas en la procesión de un santo que hasta él mismo se pregunta que hace ahí, a hombros de nativos domiciliados en Leganés y en Alcorcón, cuando en invierno le sube el moho hasta las pantorrillas porque ni comparece el cura por falta de almas. La España de finales del XX y la de hoy están cortadas de un hachazo que quieren coser cuatro nostálgicos cantores de la Arcadia feliz, sin embargo la pregunta que nadie quiere oír de sí mismo es cómo demonios se pudo vivir hace cuatro días en semejante paraíso, donde había hasta escuela con aula de niños y de niñas, y dos tiendas de coloniales, que es lo mismo que hablar de Atapuerca.

Acuden al debate, intentando taponar esta sangría, toda clase de galenos, como cuando Felipe II padecía gota y le recetaban cantáridas y lavativas mientras en la real capilla elevaban salmos en latín pidiendo por la salud del monarca, remedio único de todos los males. Faltan antropólogos que intenten dar razón sobre qué mueve al hombre a abandonar la arcadia feliz, esa que no eligieron y que cuando nacieron ya estaba superada, a punto de ser embalada para el Rastro. Quedamos cuatro raros que cortamos cupón cada sábado pero nos pitan los oídos cuando el silencio de las calles chilla como una parturienta entre las horas de cien minutos que marcan los relojes de la iglesia o del ayuntamiento. Quedan dos raulescondes a los que Cervantes hubiera puesto por escuderos no a Sancho sino al mismo don Alonso de Quijano, y a quienes admiro porque pelean por lo que creen, lo primero las gentes para que vivan con dignidad, resumen de las tablas de Moisés. Plaza con su nombre merecen, en la esquina del consistorio.  

Pero esta España ya es de nadie. Quizá, de los poetas, o sea, de nadie.