Las fiestas y 'la fiesta'

17/09/2016 - 17:50 Jesús de Andrés

Se trataba de dar protagonismo a la diversión, a lo popular, de trasladar la fiesta a la calle, de recuperarla. Y para ello se inventó una tradición.

Eran otros tiempos. En aquel lejano 1979 se legalizaba el juego y, con él, aparecían los primeros bingos en las ciudades y las primeras tragaperras en los bares. Un joven de 22 años llamado Severiano Ballesteros ganaba el Open Británico de golf mientras que un veterano Ángel Nieto conseguía su noveno título mundial de motociclismo. Las latas de refresco sustituían a las botellas. La versión teatral de la novela de Miguel Delibes Cinco horas con Mario arrasaba en taquilla, Vizcaíno Casas vendía libros como churros y Pajares y Esteso, con Los bingueros, conseguían la mayor recaudación del año para una película española. El bipartidismo sólo era cosa del fútbol: el Madrid ganaba la liga y el Barcelona la copa. España cambiaba a toda velocidad y en cada rincón se respiraban aires de libertad.
    Las elecciones municipales, celebradas cuatro meses después de aprobarse la Constitución de 1978, completaron el tránsito del franquismo a la democracia. En Guadalajara tuvieron un carácter especial por la incomparecencia, por error burocrático, de la UCD de Suárez, máxima favorita que apenas un mes antes había conseguido en las elecciones generales más del 46% de los votos y dos de los tres diputados en juego (De Grandes y Bris). Como consecuencia de ello, y de los pactos entre el PSOE y el PCE para dar los gobiernos municipales a la izquierda, el socialista Javier de Irízar consiguió la alcaldía.
    Las primeras ferias estaban a la vuelta de la esquina. No sólo había que elaborar un programa de actividades sino que, ante todo, urgía instaurar un modelo festivo más acorde con los nuevos tiempos, eliminar la solemnidad anterior, dejar atrás el autoritarismo y la prohibición, alejar todo aquello que recordara a la dictadura. El propio Irízar lo expresaría a la perfección en el pregón de ferias que él mismo pronunció desde el balcón del Ayuntamiento cuatro años después: “el pueblo ya está harto de que le digan cuándo y cómo, y quiere ser de una vez por todas el protagonista de la fiesta. Que no nos quiten la fiesta, porque ese día nos habrán quitado nuestra libertad”.
    Se trataba de dar protagonismo a la diversión, a lo popular, de trasladar la fiesta a la calle, de recuperarla. Y para ello se inventó una tradición, una nueva cultura festiva apoyada en tres patas: toros, peñas y alcohol. Toros que ya no eran las mustias corridas de una plaza de tercera sino multitudinarios encierros por las calles tras una noche de fiesta. Peñas que ya no eran un grupo de amigos reunidos en un local sino el colorido de la ciudad, que se llenaba de pañuelos morados, de camisetas de colores, de charangas cruzando arriba y abajo las calles, llenando Guadalajara de música y estruendo. Y alcohol para que la fiesta no parase: el vino de las botas de las peñas, las litronas de cerveza en las verbenas, las bebidas de alta graduación para aguantar hasta el encierro.
    En realidad se imitaba un patrón sanferminero que poco innovaba pero que aquí era novedad. A pesar de que en algunos pueblos de la Alcarria y de la Campiña había tradición taurina, encierros por el campo, sueltas de vaquillas y peñas que llenaban los remolques, en la capital ese modelo corría el riesgo de resultar artificial e impostado. Sin embargo, los nuevos tiempos que mudaban la piel de la ciudad, ese espíritu de la transición que todo impregnaba, facilitaron que lo taurino se convirtiera en el eje de las ferias de Guadalajara. En 1979 sólo hubo dos encierros con vaquillas; en 1980 tres; en 1981 se corrieron toros; en 1982 toros de más de 500 kilos; en 1983 los encierros pasaron a ser cuatro. Encierros y suelta de reses, recortadores, el Bombero Torero, encierro chico para instruir a los niños, rejones y corridas, vaquillas y encierros nocturnos, toros de fuego… La fiesta giraba en torno a “la fiesta”.
    Transcurridos los años, poco tiene que ver la actual sociedad española con la de 1979. Entonces, en plena crisis del desarrollismo que llevó en aluvión a la gente de los pueblos a las ciudades, salíamos del franquismo. Hoy, tras décadas de democracia, España se ha modernizado, formamos parte de la Unión Europea y los niveles educativos están a años luz de los de aquella época. No sólo han evolucionado las infraestructuras y las administraciones, también lo han hecho la condición moral y los valores de los españoles, sobre todo de los más jóvenes. Y lo taurino, nos guste o no, está cuestionado desde distintos frentes. No entraré en ese debate, por lo demás tan trillado, que ocupa a partidarios y detractores de la tauromaquia, pero sí les daré una buena y una mala noticia a cada uno de ellos. La buena noticia para sus adeptos es que los toros no van a desaparecer a corto plazo; la mala es que lo harán al cabo de un tiempo. Para los antitaurinos las noticias son las mismas pero invertidas.
    Cada vez son más los pueblos que han creado y crean tradiciones no taurinas, que incorporan nuevas fiestas de contenido cultural a su acervo, que tienen como atractivo la música, la historia o la naturaleza: desde el veterano Festival Medieval de Hita hasta la más reciente Fiesta de la Lavanda de Brihuega, pasando por el Festival Ducal de Pastrana, por señalar algunos ejemplos. El modelo festivo de ferias implantado en Guadalajara durante la transición queda, afortunadamente, cada vez más diluido, y los actos culturales y deportivos, en particular los conciertos, sobrepasan en número e interés a los espectáculos taurinos. Su final, por lenta extinción o repentina imposición europea, no se producirá mañana pero llegará algún día. Son otros tiempos.