Noche de perseidas

11/08/2018 - 11:05 Antonio Yagüe

Las noches de hoy y mañana son propicias para sentarse y observar las Perseidas. 

Los antiguos pastores, y algunos agricultores cuando dormían al raso, se entretenían contemplando la Osa Mayor mientras guardaban las ovejas durante las noches de verano. Le llamaban el “Carro” y las ‘Mulillas”, por la forma que dibujan sus siete estrellas principales. También seguían con sus ojos el famoso Lucero del alba, Venus, el segundo planeta del Sistema Solar, visible con las primeras luces. Casi con la Aurora, famosa por su rosario o presentimiento de que algo va a quedar mal.

Las noches de hoy y mañana son propicias para sentarse y observar las Perseidas. Según explicaba mi amigo astrónomo José Luis Jurado-Centurión, se trata de restos de meteoritos que flotan en el polvo cósmico y son atraídos por la fuerza de gravedad de la Tierra. Cuando yo era niño, a este fenómeno se le daba el nombre de lágrimas de San Lorenzo porque éste mártir venerable lloró cuando iba a ser asado en la parrilla por los infieles.

  El año pasado estuve dos horas haciendo gimnasia con el cuello y no logré ver ninguna. El cielo estuvo cubierto. Recuerdo el espectáculo glorioso desde la Sierra de Concha durante una marcha nocturna en 2005 camino del santuario de la Virgen de Montesinos. Coincidía con luna llena. De madrugada, el satélite iba aflojando su luz y retrocedía ante la del astro rey según asomaba por el horizonte convertido en un globo rojo. Una velada total.

Estoy convencido de que, durante esas noches, en parajes y ermitas solitarias, cementerios sombríos, parideras ruinosas y chozas abandonadas, sobrevive su ‘genius loci’ o espíritu del lugar. Y de que en las casas desvencijadas siempre queda algo de las personas que las frecuentaban. Siguen habitando los “te quiero”, “vuelve pronto”, “ponte la bufanda, hijo, que hace mucho frío”, las risas, temores, sorpresas y lágrimas.

Contemplar la trayectoria de una perseida es un instante único que nace y se extingue, uno de esos momentos inesperados y fugaces en los que el tiempo es aniquilado por la presencia apabullante de la vida. Lo que importa no es si uno ha podido contemplar esas lágrimas en una noche de agosto sino la expectativa, el hecho mismo de intentar verlas. Esperar en algo es ya una forma de obtenerlo porque la ilusión es siempre más satisfactoria que la realidad.