Odios viscerales

28/04/2018 - 14:37 Jesús de Andrés

Crecen los delitos de odio, cuyos casos más sonados aparecen en los medios, pero también el odio cotidiano, el micro, ese del que a veces no somos ni conscientes.

El odio, junto con la envidia, es el sentimiento más tóxico que podemos sentir, la emoción más negativa y perversa. Por lo general, sólo afecta a quien lo siente, no a quien se dirige, impidiendo la tranquilidad y el ánimo calmado que es la base de nuestro bienestar. Nada hay más absurdo que entrar en un juego obsesivo de rencor y resentimiento, de crítica permanente, nada más dañino para con nosotros mismos que caer en una espiral de hostilidad y desprecio hacia los demás.
    Sorprende por ello su habitual presencia en la vida pública. Es cierto que el ejercicio de la crítica, el desacuerdo y el posicionamiento ante los conflictos forman parte del juego democrático, pero no es menos cierto que de un tiempo a esta parte se advierte una preocupante radicalización. Cada vez más, a la hora de afrontar la posición del “otro” se recurre al planteamiento negativo, al enfrentamiento directo cimentado en la creación de identidades cada vez más cerradas, cada vez más ideologizadas, en las que no hay lugar para un territorio intermedio de disputa racional, en el que todo se reduce al enfrentamiento entre “ellos” y “nosotros”. Hoy, y a ello contribuyen tanto las redes sociales como el periodismo manipulador y sectario, se ataca personalmente al interlocutor, se insulta y menosprecia, se denigra y despersonaliza, y en último término se agrede.
    Niños acosados en su colegio por la profesión de sus padres, personas hostigadas en sus viviendas o en la vía pública, luchas por banderas, por colores, por equipos, insultos en las paredes de la calle y en los muros de internet, gritos de “a por ellos”, y cada vez más violencia, cada vez más hacer piña con la comunidad de los nuestros, de los buenos que se sitúan frente a los malos. Porque los malos siempre son los otros y la razón, incluso para odiar, está de nuestro lado. El recurso al estereotipo, al prejuicio, a la simplificación. La paja y la viga. Y cada vez más ciegos.
    Buena parte de estas tendencias –en España y en el resto del mundo– obedecen a lo ocurrido en los últimos años, a las consecuencias feroces de una crisis de cuyas dimensiones todavía no somos conscientes por la falta de perspectiva histórica: el empobrecimiento general, la desigualdad particular, la ira provocada por la corrupción, el surgimiento de los populismos –de izquierdas y de derechas– que simplifican la realidad creando enemigos que explican todos los males… Y mientras, crecen los delitos de odio, cuyos casos más sonados aparecen en los medios, pero también el odio cotidiano, el micro, ese del que a veces no somos ni conscientes. Y se corroe la convivencia, incapaces incluso de llegar a acuerdos mínimos por el bien común, instalados en la autosuficiencia de ser los buenos y estar rodeados de seres perversos.