Pelear por el agua

08/03/2015 - 23:00 Luis Monje Ciruelo

Pelear por el agua es casi una tradición en este seco país. Los billones de metro cúbicos que se vierten inútilmente en el mar, y que podrían perfectamente aliviar la sed secular de nuestras tierras produce la irritación de todos los españoles, no solamente de los directamente afectados.Y, sobre todo, cuando, con motivo de la avenidas del Ebro, que tantos daños han causado, se recuerda que Aznar había ultimado un Plan Hidrológico Nacional para transferir agua entre cuencas y el presidente Zapatero, al llegar al Poder, echó abajo el proyecto y dejó sin agua a los que tenían sed. Sólo con las perdidas causadas por las inundaciones se podrían financiar las obras de ese magno trasvase. Al hablar de peleas por el agua, no puedo evitar, dado mi irredento provincialismo, el recuerdo de mi primer contacto con las tierras de allende el Tajo, pasado Trillo, allá en los años cincuenta. El periódico me envió para informar de un crimen en Azañón: la muerte de un vecino a manos de su cuñado por cuestiones de riego, al que, en el calor de la discusión, golpeó en la cabeza con un azadón. En el Juzgado de Cifuentes, entonces cabeza de partido, me informaron que el agresor había sido puesto en libertad con cargos, y estaba en su pueblo. Me fui en el coche de línea a Azañón (todavía no había “600”) y al llegar me enteré de que el criminal era mi vecino de asiento. Y el de más allá era un leproso del lazareto de Trillo. Luego en Azañón todo fueron amabilidades de vecinos y autoridades. Si todo el mundo lucha por su supervivencia es lógico que el agua, elemento vital, suscite peleas entre regiones, entre amigos e incluso entre familiares que nunca se sabe cómo pueden terminar, sobre todo cuando se tiene en las manos un instrumento de trabajo tan contundente como un azadón, cuyo cotillo, bien manejado, es capaz de partir piedras y no digamos cráneos. Esos dramas rurales, tantas veces llevados al teatro, nos hacen titubear a la hora de calificar de criminal, por más que lo diga el Código, a un sencillo campesino, que por herencia y por sentimiento es un fiel cumplidor de la Ley, como fue el caso de Azañón, un pueblo que desde un montículo, casi a la sombra de las Tetas de Viana, está en la ruta de Trillo al puente de San Pedro. Viajar en compañía de un criminal y un leproso no lo puede contar cualquiera, sobre todo cuando todavía se creía que la lepra era una enfermedad contagiosa y padecerla era como vivir marginado del mundo.