Tenemos una madre
Las celebraciones litúrgicas y los distintos actos organizados con ocasión del Jubileo de la Misericordia nos están ayudando a profundizar en el amor a Dios.
Las celebraciones litúrgicas y los distintos actos organizados con ocasión del Jubileo de la Misericordia, ante todo nos están ayudando a profundizar en el amor de Dios. En la contemplación de la Palabra divina descubrimos que su amor misericordioso no tiene su fuente ni su origen en nosotros, sino en Él, que es Amor y que nos ha amado primero. A partir de esta experiencia, los cristianos somos invitados a amar a Dios y a los hermanos, pero hemos de hacerlo con el mismo amor de Dios que ha sido y es derramado en nuestros corazones por la acción del Espíritu Santo.
Cuando nos paramos a contemplar las manifestaciones y comportamientos del hombre de hoy, percibimos que tiene especiales dificultades para descubrir y practicar el amor de Dios. En vez de encontrar tiempo para encontrarse con Él y para descubrir su amor, pretende marginarlo como si tuviese miedo a que pudiera robarle algo de lo que considera suyo. La tristeza y la incapacidad de muchos hermanos para amar a sus semejantes, en muchas ocasiones tienen su origen en la ausencia de Dios o en la adoración de ídolos fabricados a la medida de cada consumidor.
La Sagrada Escritura nos dice que Dios nos ama y que nos regala a su Hijo. Este amor de Dios lo descubrimos en la vida y obra de Jesús. El Padre no duda en ofrecer a su Unigénito por nosotros y por la salvación de la humanidad. Así, por medio de Jesús, recibimos toda clase de bienes espirituales y celestiales. Entre estos bienes, entregados por Dios a la humanidad por medio de Jesús, tiene especial importancia el don de la Santísima Virgen. María, nuestra Madre, es el último gran regalo de Jesús a la Iglesia y a la humanidad, antes de partir de este mundo a la casa del Padre, antes de confesar desde la cruz que “todo estaba consumado”.
El evangelista San Juan, al presentar la entrega incondicional de Jesucristo al Padre, afirma que Jesús, “viendo a su Madre y a su lado el discípulo al que tanto quería”, nos la regaló también como Madre a todos los hombres y nos entregó a cada uno de nosotros, representados en el apóstol Juan, a sus cuidados y a su protección maternal. Por eso, los cristianos podemos llamar e invocar, con toda verdad y con inmensa gratitud, a la que es Madre del Hijo de Dios como Madre nuestra.
Ante este incomparable regalo del Padre a la humanidad, por medio de su Hijo, deberíamos preguntarnos: ¿Somos conscientes de lo que esto significa para nuestra vida espiritual? Aunque en ocasiones no seamos muy conscientes de ello, Jesús hoy sigue regalándonos a su Madre como Madre nuestra para que tomemos conciencia de su amor maternal, para que nunca nos sintamos huérfanos, para que Ella nos muestre el amor del Padre y nos enseñe a salir de nosotros mismos y de nuestros egoísmos al encuentro de los hermanos para ponernos a su servicio.
Durante los próximos meses son muchas las celebraciones marianas y muchas, también, las peregrinaciones de los miembros de nuestras comunidades cristianas para saludar, venerar e invocar a la Santísima Virgen en los distintos santuarios dedicados a Ella. No dejemos nunca de contemplar su amor hacia nosotros y de pedir su poderosa intercesión. María, nuestra Madre, nunca nos abandonará ni dejará de escuchar nuestra súplica, como tampoco lo hizo con Jesús.