Tiranos

18/12/2016 - 15:57 Jesús de Andrés

Sorprende la incapacidad de la izquierda para criticar a las dictaduras de izquierda y la de la derecha para criticar a las de derechas.

Que un dictador muera en la cama es siempre una mala noticia. Son pocos los que lo consiguen, pero de cuando en cuando alguno llega al final de sus días rodeado de los suyos, con honores y funeral de Estado, disparo de salvas, días de duelo y banderas a media asta. Lo normal es que, al ocupar de forma violenta e ilegítima el poder, y pretender que sea por siempre, los dictadores acaben probando su propia medicina. Mussolini, Ceausescu, Trujillo, Somoza o Hitler, por poner algunos ejemplos conocidos, fueron fusilados, asesinados en atentado magnicida o acabaron suicidándose. Pero otros, por astucia, suerte o estrategia, que todo vale, consiguieron mantener los resortes del poder hasta su muerte impidiendo el paso a cualquier oposición y evitando toda expresión de descontento, toda protesta que pudiera cuestionar su despotismo.
    Durante veintinueve años dirigió Stalin el timón de la Unión Soviética, dejando un reguero de millones de muertos; treinta y seis años gobernó Salazar, el dictador portugués; durante treinta y nueve lo hizo Franco, cuya represión tras la guerra también costó la vida a decenas de miles de compatriotas; nada menos que cuarenta y seis años estuvo al frente de su país Kim Il-Sung, el líder de Corea del Norte, que dejó el puesto en herencia a su hijo, y éste a su nieto. Todos ellos están lejos, sin embargo, del decano de los dictadores, Fidel Castro, quien se hizo con el poder en Cuba en 1959, hace la friolera de cincuenta y siete años, y falleció el pasado 25 de noviembre. Aunque debido a su delicada salud había dejado el poder ejecutivo a su hermano Raúl en 2008, hasta el último de sus días ha sido el referente del régimen, el símbolo de la revolución que precisamente acabó con otro dictador, Fulgencio Batista.
    Si contabilizamos los datos, su balance es similar al de la mayor parte de sus compañeros de profesión. En este caso se resumen en dos millones de exiliados para un total de diez millones de habitantes que tiene la isla, en cientos de ajusticiados, en la persistencia de la represión y en la falta absoluta de libertades, amén de la parálisis económica del país. A pesar de ello, no han faltado quienes, en estos días de remembranzas y valoraciones, llevados en ocasiones por la nostalgia, por la mitificación del personaje o por el empacho de ideología, han puesto sobre la mesa argumentos que, según ellos, han compensado todo lo anterior. A saber, las campañas de alfabetización, la universalidad del sistema de salud, una alta esperanza de vida, el control de la delincuencia común y la eliminación de la desigualdad social. El juicio más frecuente, repetido una y otra vez en estas últimas semanas, ha consistido en poner en un platillo las luces y en otro las sombras, marcando el fiel de la balanza un equilibrio que equivale a un indulto a los horrores de la dictadura, justificados ante el éxito que suponen esos resultados.
    No es novedosa la condescendencia con este tipo de sistemas políticos. No es extraño, por ejemplo, encontrar hoy en día en Rusia a nostálgicos del estalinismo que disculpan sus desmanes porque industrializó la Unión Soviética y ganó la guerra a los nazis. Tampoco sorprende encontrar entre nosotros, por no irnos tan lejos, a personas que evitan, o directamente excusan, la brutalidad y los abusos del franquismo por sus últimos quince años de desarrollo económico. En la mayor parte de los casos no es ignorancia sobre los hechos históricos sino consecuencia de un posicionamiento ideológico extremo que defiende a las dictaduras en función del color que tienen. Para ello se manipula la historia, obviando aquí y exagerando allá, se esquivan sus puntos oscuros y se amplifican los positivos en un ejercicio que diluye la disonancia cognitiva y otorga certezas y convicciones. De ahí que en todas partes, especialmente allí donde se han sufrido sistemas tiránicos, haya quienes relativicen sus tropelías.
    Pese a que, por habitual, es algo a lo que uno debiera estar acostumbrado, no deja de sorprender la incapacidad de la izquierda para criticar a las dictaduras de izquierdas y la de la derecha para criticar a las dictaduras de derechas. Cuba es un sistema político de partido único que niega a su población los derechos fundamentales y el ejercicio de las libertades públicas, como lo eran la España de Franco, la República Democrática Alemana de Honecker o el Chile de Pinochet. Todos ellos han sido regímenes que han negado los principios del liberalismo político sobre el que se sustentan los sistemas democráticos. Por ello, a quien con mirada de entomólogo observa desde fuera las opiniones cruzadas de unos y otros no le cabe sino la admiración y el pasmo ante la ligereza con que se absuelve a los propios y se acusa a “los otros”.
    Los resultados económicos no legitiman ningún tipo de dictadura ya que están edificados sobre la represión, el miedo y la muerte. No es posible defender valores como la lucha por un mundo mejor o el combate contra la injusticia y acabar respaldando incondicionalmente a un dictador cubano vestido de militar que durante casi sesenta años ocupa en solitario el poder. Y tampoco se puede descafeinar la brutalidad de una dictadura como la franquista ni pretender que fue un régimen bonachón de progreso económico al que se concede indulgencia y se sigue rindiendo homenaje simbólico. El desarrollismo de su etapa final no oculta la ineficacia a la que había conducido la autarquía, cercana a la bancarrota en 1959, ni los cimientos de violencia y aniquilación del contrario sobre los que se construyó.
    Es incompatible ser demócrata y justificar dictaduras, sean del color que sean. Si en alguna ocasión tiene la tentación de relativizar lo hecho por algún tirano, cambie su nombre por otro que le resulte especialmente aborrecible y piense que, le guste o no, su esencia es la misma.