Un brote de tosferina en Guadalajara
Tengo la inmensa fortuna de poder trabajar lejos de casa, en realidad suele ser muy lejos de casa. Mi profesión me ha llevado a lugares tan alejados del Paseo del Dr. Fernández Iparraguirre como el desierto del Sahara, las selvas de Gabón, el salar de Uyuni o el desierto de Atacama. Todos ellos coinciden en que suelen ser lugares poco confortables, con algunas amenazas para la salud y ninguno de ellos pertenece a países del G10. De hecho hoy estoy escribiendo estas líneas desde la Villa Imperial de Potosí, en Bolivia, a 4060 msnm. Y el estar aquí una vez más me ha hecho pensar en que tengo mucha suerte por poder desempeñar un
trabajo que me gusta y que me permite visitar lugares, que de otro modo nunca habría conocido y, sobre todo, saber que un mes después de mi partida regreso al hogar, donde me esperan mi mujer y mis hijos, en una pequeña ciudad de un país del “primer mundo”.
Estar lejos de casa en circunstancias no muy favorables me da la oportunidad de valorar cada
día lo que allí tenemos. Y que son cosas de las que no muchas personas en el mundo pueden disfrutar en sus vidas: agua corriente y potable de una excelente calidad, comida en abundancia, atención sanitaria gratuita, seguridad, infraestructuras de primer nivel, etc.
En otro tiempo a los españoles nada se nos ponía por delante. Fuimos los primeros en llegar al
otro lado del océano Atlántico y establecer los límites de nuestra patria mucho más allá de la península Ibérica. Fuimos los primeros, hace ahora quinientos años, en realizar la primera circunnavegación del globo. Y extendimos nuestro idioma, nuestra cultura y nuestra Fe por todos los rincones del planeta.
Nada de aquello fue fácil pero aquellos hombres lo lograron. A
comienzos del siglo XVII Potosí, donde me encuentro, era una de las ciudades más pobladas del mundo. Su censo de 165.000 habitantes la situaba a la altura de Londres, París o Sevilla.
¿Qué nos ha pasado a los españoles para que hayamos cambiado tanto? Los españoles del siglo XXI, tibios, blanditos y mojigatos, estamos muy lejos de aquellos que lograron esas hazañas. Y eso podemos verlo cada día en nuestras calles o en la televisión y se puede
constatar al leer cualquier periódico.
Que en nuestra ciudad un simple brote de tosferina, una enfermedad que se cura con un tratamiento antibiótico ¡de tres días! saque lo peor de personas aparentemente instruidas, resulta asombroso. Ver como hombres y mujeres han perdido los papeles como los han perdido, olvidándose de unos mínimos de caridad cristiana, calidad humana y calidez con el prójimo enfermo, me causa tristeza y risa al mismo tiempo. La imagen de un niño limpiando con un pañuelo de papel una silla donde se había sentado previamente un compañero que ya estaba contagiado resultaría cómica de no ser por el grado de crueldad que destila.
Señoras y señores abran sus corazones y las puertas y ventanas de sus casas para que se vaya la polilla que los habita. Amplíen sus horizontes, viajen y lean; miren más allá de la puerta del colegio de sus hijos. El mundo, aunque cada día más pequeño, sigue siendo grande y variado. Piensen que cada día mueren niños y adultos por enfermedades incurables o de difícil cura como el ébola, la malaria, el cólera o el dengue. Un brote de tos no es el fin del mundo. No les están haciendo ningún favor a sus hijos imbuyéndoles de ese espíritu provinciano, cargado de falsedades y ridiculeces. Esa no es la actitud correcta ante la enfermedad y menos cuando se supone que ustedes están educando a sus hijos en valores cristianos.
Ya, para terminar, sólo quiero dar las gracias a los servicios médicos de Guadalajara y al buen hacer de la dirección del Colegio Santa Ana por la impecable gestión que han realizado de este asunto.