Veinte años del incendio de Riba de Saelices: el ‘tsunami’ de fuego que lo cambió todo
Hoy se cumplen veinte años del incendio forestal más mortífero del siglo XXI en España. La tragedia dejó 11 muertos, calcinó 13.000 hectáreas, 11.000 del Pinar del Ducado y 2.000 del Parque Natural del Alto Tajo, y obligó a desalojar a 650 vecinos de cinco pequeños municipios: Riba de Saelices, Mazarete, Ciruelos del Pinar, Mazuecos y Cobeta.
FOTOS: IVÁN SERRANO
Aquel desastre lo arrasó todo, pero sobre todo arrasó el alma de una comarca donde aún hoy se recuerda cada minuto de aquellos días como si el fuego no se hubiese extinguido del todo.
Aquel fuego se encendió un sábado, 16 de julio de 2005, en pleno inicio de la canícula. Un grupo de excursionistas prendió una barbacoa junto a la Cueva de los Casares, en Riba de Saelices. Una pavesa saltó a un rastrojo y, a partir de ahí, se desencadenó lo que los técnicos han definido como el primer incendio de sexta generación ocurrido en España.
La tragedia humana tuvo nombre propio: el retén de Cogolludo. Once de sus integrantes murieron al día siguiente, el 17 de julio, cercados por un frente que se movía más deprisa que cualquier posibilidad de escape. Solo uno sobrevivió, Jesús Abad, funcionario de Arcos de Jalón, que logró refugiarse bajo el agua de un camión cisterna volcado. Sus palabras, pocos días después, siguen estremeciendo: “Fue un huracán de fuego. Yo creo que ese fuego nos vio y dijo: ‘vosotros sois míos’. Vino a por nosotros”.
A día de hoy, la herida sigue abierta en pueblos que vieron arder su monte, su historia y sus raíces. En Luzón, el alcalde y su teniente de alcalde reunieron a los vecinos en la iglesia y decidieron que los mayores y los niños debían evacuar. Los demás se quedaron a defender el pueblo con lo que tenían a mano. Lo detuvieron a 500 metros del casco urbano.
En los primeros momentos del incendio, cuando el humo ya era visible a decenas de kilómetros, los vecinos de pueblos como Selas y Maranchón también se movilizaron. Hubo quien intentó ir hacia el pinar para ver de dónde procedía el humo, mientras que la gente se organizaba para su evacuación. En Mazarete y Cobeta, sus alcaldes se encontraron en situaciones límite, con la responsabilidad de proteger a sus habitantes y, en ocasiones, con la frustración de la falta de medios en las primeras horas.
Lo que ocurrió después superó cualquier previsión. Altas temperaturas, vientos abrasadores y la acumulación de resina en los pinares formaron un cóctel perfecto para la catástrofe. Ángel Vela, entonces técnico de extinción que dirigió los trabajos en primera línea, lo describió con un término que ya forma parte de la memoria colectiva: “tsunami de fuego”.
Aquel tsunami se saltó 10 cortafuegos, avanzando sin control, con llamas de hasta 45 metros de altura. En apenas dos horas, atravesó ocho kilómetros de pinar como una ola incandescente. Las pavesas, lanzadas por rachas de más de 40 kilómetros por hora, abrían nuevos focos por encima de las copas de los árboles. El terreno, abrupto y sin accesos, impedía el trabajo de los medios terrestres. Solo cuando el viento dio una breve tregua el lunes, se pudo abrir un cortafuegos de 12 kilómetros de largo por 70 metros de ancho, ejecutado por 19 equipos de maquinaria pesada en solo 10 horas. Fue la única barrera que logró detenerlo.
Pero ya era tarde.
Once personas no regresaron. Eran trabajadores forestales, muchos de ellos padres, hijos, vecinos de municipios pequeños. Su vehículo quedó cercado. En el lugar donde murieron hay hoy un pequeño monumento con once flores negras. La gente deja allí cascos, fotos, mensajes. Nunca ha dejado de hacerlo. Cada aniversario se recuerda sin palabras, con respeto. Porque más allá de lo que ardió, fue el vacío lo que quedó.