Adúlteros


La pena del adulterio no era irrelevante, de prisión de seis meses y un día a seis años, una condena que podía ser mayor que la del matrimonio, incluso. Porque al decir popular de algo dura más que un mal matrimonio, solo podría oponerse la privación de libertad.

Nada más entretenido para revistas y televisiones que los cuernos, bien o mal llevados, siempre que sean ajenos y publicables. Hemos pasado del clásico “desliz” o “indiscreción” al “me he dejado llevar” de jóvenes explícitos que no engañan, porque lo que hacen y dicen es a la vista de todos, en televisión o Instagram. O al “son cosas que pasan…”, más comedido, pero igualmente válido para un ahí te quedas de toda la vida.

Las manitas de Urdangarín con una compañera de despacho no deja de ser una cuestión privada que afecta a personajes públicos y, por lo tanto, despierta la curiosidad morbosa o indulgente de propios y extraños, desde los monárquicos más devotos a los republicanos recalcitrantes. Pero todos (o casi) coincidimos en el cotilleo indisimulado, el reenvío de memes y otros chistes más cargados de sorna que de malicia, en general.

Pocas conductas más propicias a hablar de perdones y de indulgencias que las generadas por el adulterio. Pocas, también, en las que, si arañamos, nos sale ese doble rasero para medir la moral sexual en mujeres y hombres que no termina de sacudírsenos de encima. Al fin y al cabo, lo de la guarra y el pillín no es sólo cosa del pasado, para vergüenza de todos.

Muchos de mis alumnos se sorprenden cuando hago un poco de historia de la legislación penal española y la infidelidad matrimonial. En primer lugar, muchos no recordarán, por su juventud, que en España el adulterio fue delito hasta su abolición por la Ley 22/1978, de 26 de mayo, sobre despenalización del adulterio y del amancebamiento, que así se llamaba la norma que derogó varios artículos del Código penal entonces vigente.

En estos artículos se distinguía el delito de adulterio, que era el cometido por “la mujer casada que yace con varón que no sea su marido, y el que yace con ella, sabiendo que es casada, aunque después se declare nulo el matrimonio”. Como lo de yacer está claro y el derecho penal no admite la interpretación extensiva, parece claro que los arrumacos y las manitas no podían considerarse delito. Así que para que hubiera adulterio tenía que haber una mujer casada, un marido engañado, un amante irrespetuoso y el telemendengue de la cuestión, ustedes ya me entienden. Y, sobre todo, un interés social a proteger bastante confuso, porque estas conductas se encontraban tipificadas entre los delitos contra la honestidad, entendida como moral sexual y lo que se dice honestidad, poca, y menos aún para los parámetros de la época. De las relaciones homosexuales, ni hablamos, que da para otro artículo o una serie completa. 

La pena del adulterio no era irrelevante, de prisión de seis meses y un día a seis años, una condena que podía ser mayor que la del matrimonio, incluso. Porque al decir popular de que algo dura más que un mal matrimonio, sólo podría oponerse la privación de la libertad que la pena de prisión supone.

Y qué pasa si es el hombre el que hace un Urdangarín, se estarán preguntando los más jóvenes. Pues entonces se le castigará por amancebamiento, que no por adulterio, pero sólo si el marido “tuviere manceba dentro de la casa conyugal, o notoriamente fuera de ella”. Dicho de otra manera, no es tanto el lío como la chulería… Al marido el “desliz” se le toleraba, incluso la indiscreción, pero no el recochineo. Eso sí, la pena a imponer también será de seis meses a seis años, aunque la conducta claramente no parezca equivalente; y para la manceba, la misma pena o el destierro, que es mejor alejar a la enemiga que al sinvergüenza.

Este sistema tan práctico tenía su encaje en un derecho en el que los de las mujeres no existían. Se nos consideraba personas sin capacidad, necesitadas de protección y amparo, que no podíamos controlar nuestro destino y, sin embargo, nos hacían depositarias del honor del cornudo, que era agraviado y gestor de la honra familiar, hasta el punto que ese mismo Código Penal permitía que la denuncia de la violación, delito entonces sólo perseguible a instancia de parte, fuera realizada además de por la persona agraviada, por el cónyuge, ascendiente, hermano, representante legal o guardador de hecho, de la víctima, y por este orden. Todos ellos guardianes y protectores de “sus” mujeres y paladines contra quienes ultrajaban la honestidad de la víctima o el honor de la familia, entre Fuenteovejuna y el Alcalde de Zalamea, pero antes de ayer por la tarde, que muchos de los que me leen, como yo misma, habíamos nacido.

Así que Urdangarín se librará, ahora como antaño, del banquillo por pasear de la mano con su lo que sea. Y las señoras que por propia iniciativa o por devolver el favor quieran yacer o todo lo demás con otro, otra y otre, también. Pero del recochineo general y del cotilleo patrio y foráneo, no se librarán los y las sufridores de cuernos. Porque hemos cambiado mucho, pero en algunas cosas seguimos siendo los mismos.