Cataluña

29/09/2017 - 19:08 Jesús de Andrés

Antonio y Felisa no pudieron imaginar un escenario como el actual, una confrontación abierta, de carácter excluyente.

Antonio y Felisa cerraron la puerta de su casa un día de 1967, hace 50 años. Su decisión, como la de tantos, fue madurada, rumiada lentamente, libre y forzada a la vez. En ella pesaron la falta de expectativas en un campo cada vez más mecanizado, la promesa de oportunidades para sus hijos y seguramente también el atractivo del mundo urbano, la ilusión de empezar una nueva vida. Otros vecinos y familiares habían partido en avanzadilla unos años antes; unos a Madrid, otros a Barcelona… Los núcleos industriales demandaban mano de obra: fue el primero de los trasvases que dejaron seca nuestra provincia.
    Antonio y Felisa, emigraron a Cataluña, a orillas del Besós, junto a sus cinco hijos pequeños, que allí echaron raíces y fundaron sus propias familias. Llegaron a una Cataluña mestiza, a barrios de aluvión en los que estaban rodeados de gallegos, andaluces, leoneses y castellanos como ellos. La imaginaria fractura social distinguía entonces entre catalanes de toda la vida –una exigua minoría burguesa que tenía el poder y hablaba en catalán- y los charnegos llegados de todas partes de España. Como acertadamente advirtió Javier Pérez Andújar en Paseos con mi madre, los habitantes del cinturón industrial barcelonés pensaban que aquellos eran “los otros”, hasta que de repente un día se dieron cuenta de que “los otros” eran ellos. Más allá de los personajes de las novelas de Marsé o Vázquez Montalbán, la sociedad catalana era plural y compleja, con las divisiones propias de haber sido sometida a un súbito cambio social. El nacionalismo estaba presente, sobre todo desde la conquista de las instituciones autonómicas por el catalanismo, pero la integración era tan sencilla como romper la fractura que generaba el idioma, por aprender catalán.
    Antonio y Felisa no pudieron imaginar un escenario como el actual, una confrontación abierta, de carácter excluyente, construida sobre la defensa de la identidad, que apela al sentimiento, a valores eternos ligados al territorio, a la defensa del grupo. Por mucho que se revistan de lucha democrática, de la que no tienen nada, son argumentos irracionales los que están debajo, y contra ellos poco se puede hacer. Es una fe, y frente a ella –frente a la fuerza del colectivo- sólo cabe el miedo a quedar descolgado, a ser marginado. Que Joan Manuel Serrat, quien se enfrentó a la dictadura por su empeño en cantar en catalán en el festival de Eurovisión, sea insultado como traidor, o que en las páginas de los libros de Juan Marsé los descerebrados escriban “botifler” (renegado), es muestra de la imposibilidad de diálogo. Cuando alguien como el expresidente Artur Mas afirma que la sociedad catalana se divide entre independentistas y ultraderechistas, está todo dicho.
    Antonio y Felisa, mis abuelos, están enterrados en el cementerio de Santa Coloma, aunque eso, según los defensores de las esencias nacionalistas, no me da ningún derecho a decidir en este sepelio.