El pingüino barbijo salvará al pueblo
Cuando cuatro listos se arrogan la representación de los demás, despreciando los poderes del Estado de Derecho, solo buscan enmascarar la realidad democrática y las responsabilidades cedidas a nuestros representantes de forma legal.
Los pingüinos barbijo viven en islas de la Antártida en concentraciones extraordinariamente numerosas. Suelen estar liderados por un “iluminado” del que en ocasiones sus seguidores, muy básicos, cuestionan por sus iniciativas poco convincentes.
Siempre existe un iluminado al que le siguen congéneres de escasas luces. Llevo escuchando últimamente, bajo el rumor apasionado de algunos, que “solo el pueblo salva al pueblo”. No debió pensar lo mismo María Antonieta, esposa de Luis XVI de Francia, cuando, al igual que su esposo meses antes, se dirigía a la guillotina entre la ira del populacho, “¿y este pueblo me va a salvar a mí?”, debió de pensar.
La frase, al parecer, es de Antonio Machado y figura en una de las epístolas que cruzaba con su amigo el escritor ruso David Vigodski. En el contexto de una misiva puede interpretarse como una intimidad realzada, pero elevarla y utilizarla en el fervor político como una arenga multitudinaria me resulta grotesco. Me transporta a épocas pasadas y pensé que superadas o a países en los que la democracia brilla por su ausencia. El amaneramiento de jaculatorias tan facilonas como apolilladas no hacen más que incidir en movimientos encorchados. Lo del “pueblo unido jamás será vencido” junto a otros eslóganes del mismo porte me dan una pereza cósmica. Recurrir al colectivo para utilizarlo de pandereta es tribal. El socialismo más radical en tiempos pasados denominaba a sus sedes las “casas del pueblo”, pero no ofrecían ni un chato de vino, sólo recolectaban las cuotas de sus afiliados. Afortunadamente el término ha caído en desuso.
El añorado Lorenzo Díaz prefería hablar de “sociedad civil”, entendiendo ésta como la forma de canalizar los poderes del Estado. Además de más certero, mucho más sensato y actual. Insistía el “Mítico Llorens”, que una sociedad preparada debía ayudar a nuestros políticos en lugar de arrojarles a la plebe, valga la paradoja.
Cuando cuatro listos se arrogan la representación de los demás, despreciando los poderes de un Estado de Derecho, solo buscan enmascarar la realidad democrática y las responsabilidades cedidas a nuestros representantes de forma legal. Para eso se les renueva o no nuestra confianza en las elecciones en las que periódicamente ejercemos nuestro voto. En nombre del “pueblo” se han cometido las mayores tropelías utilizando esas banderas como estandartes de lo que precisamente pretenden manipular o suprimir. No es casualidad que los regímenes totalitarios sean ricos en emblemas y símbolos.
Las consignas coreadas al unísono en las manifestaciones me resultan ridículas. Cómo es posible que tras la oportuna ocurrencia de uno, el resto la respalde como si fuera un coro de marionetas sincronizadas por aquél. Si la masa ya de por sí es manipulable, cuando se la encauza por ideales de cartón piedra resulta, además de penoso, hasta cierto punto peligroso. Cada pingüino barbijo que se erige en líder de su comunidad le siguen miles de tontos, que ni si quiera cuestionan la oportunidad de sus algaradas.
Exijamos a las administraciones públicas que ejerzan bien sus responsabilidades, renovándoles o no la confianza en función de su gestión, y dejémonos de héroes visionarios que solo buscan satisfacer su propia vanidad retando a lo democráticamente establecido, lo legal.