Terremoto impresionista
El escaso reconocimiento que la mayoría de impresionistas recibían de los ‘eruditos críticos’ era acompañado por vidas tortuosas, penurias económicas y trágicas experiencias incomprendidas.
Cuando Claude Monet esperaba con ansiedad a su amada Camille Doncieux, no preveía que el encuentro en el Irish American Bar, cargado de pasión, se convertiría en un abismo de miedo. A ella le acababan de diagnosticar un cáncer de útero. Si hasta en ese momento la bella Camille se había convertido en la musa desatada del maestro impresionista, a partir de entonces se transformaría en su obsesión. La pintó y retrató múltiples veces, mención especial la obra “Mujer con vestido verde” (1866). En ella la elegancia protagoniza un cuadro de una composición y colores sublimes.
La vida de los grandes artistas de esa corriente, nacida desde el desprecio por las opiniones del crítico Louis Leroy en la exposición del Salón de Artistas Independientes de París en 1874, y en la que un ramillete de pintores mostraron sus trabajos (Cézanne, Renoir, Degas) fue en muchos casos trágica e incomprendida. El citado crítico -vaya ojo-no apostaba ni un franco por un movimiento pictórico que rompía moldes e incorporaba la luz como guión de nuevos colores y técnicas arrebatadoras. De hecho, aunque formalmente el Impresionismo nace en la segunda mitad del siglo XIX, sus pautas se mantienen hasta la actualidad, habiendo buceado prestigiosos artistas en sus entrañas sobre el lienzo. Fue precisamente una obra de Claude Monet la que dio nombre a ese estilo por su paisaje Impresión. Sol naciente (1872).
Bar de Folles-Bergueré.Édouard Manet. Óleo sobre lienzo. 1880.
El escaso reconocimiento que la mayoría de impresionistas recibían de los “eruditos críticos”, era acompañado por vidas tortuosas, penurias económicas y trágicas experiencias incomprendidas. Una sensación colectiva de injusticia que fortaleció la amistad entre muchos de ellos. También su aprecio por el alcohol, del que daban buena cuenta en el centro parisino más famoso por entonces: el Bar de Folies-Bergére -fantástica la obra de Édouard Manet con ese título, de 1880-, famosa por, como en Las Meninas, jugar con lo reflejado en un espejo. Allí intercambiaban sus inquietudes y nuevas técnicas. El neón de la noche les motivaba alternándolo con atardeceres policromáticos. Y del alcohol a la pasión. Bellas damas se ofrecían a los que sí eran reconocidos por ellas, en una curiosa contradicción. El beso, de Gustave Klimt o Amantes en verde de Marc Chagall son brillantísimos exponentes de la pasión nocturna y parisina.
Verde era la absenta, fortísima bebida alcohólica también conocida por el “hada verde” o el “diablo verde”, por sus efectos alucinógenos. Para los más moderados, el champagne o la cerveza eran buenas alternativas, pero la rubia debía ser de la marca BASS, la más antigua registrada y anzuelo de corredores de apuestas ingleses. En animado ambiente se reunían pintores y literatos, así como las señoritas de compañía más preciadas de París. La absenta óleo de Edgard Degas (1876) resume el entorno de esas vidas atormentadas sólo compensadas por unas gotas de pasión.
Uno de los protagonistas más emblemático de esas noches era el dibujante y artista Toulouse Lautrec, quien nos dejó innumerables dibujos, carteles y apuntes. Incondicional de la bebida, creó su propio cóctel denominado “Terremoto”: 1/3 ginebra, 1/3 whisky, 1/3 absenta. Agitar con hielo. Filtrar en un vaso.
¡Salud, maestro!