Emilio Fernández-Galiano

06/04/2025 - 12:36 Javier Sanz

Nos conocimos en la barra del Molino, luego allá por la Transición y ya, como si hubiéramos ido a párvulos, hasta un 29 de marzo al filo de la madrugada.

Claro que me hubiera gustado atrapar las palabras que estaban en el aire: hortelano, tierra, compañero, alma, temprano, lluvias, caracolas, corazón, madrugada… pero se adelantó un poeta de Orihuela y las enhebró por su orden para ofrecer una elegía de cristales negros a su compañero Ramón Sijé, “con quien tanto quería”. Y nos dejó el futuro huérfano de cariño con que ofrendar palabras a los ausentes. El compañero del alma no por ello es patrimonio suyo, aunque nos resuene, sino nuestro, de todos. Y más cuando a mediodía, a mes de marzo vencido y domingo, hasta las campanas de la vieja catedral tenían la boca seca y se les caían los golpes del Ángelus la torre abajo, como polillas viejas. Ya es lunes y nadie entiende nada, como nunca, como siempre.

Me recordó en un vermú de pie, su memoria por delante de la mía, que nos conocimos en la barra del Molino, luego allá por la Transición (escríbase siempre con mayúscula) y ya, como si hubiéramos ido a párvulos, hasta un 29 de marzo al filo de la madrugada. Están marcadas las fechas, nos decíamos, y no queda otra que cumplirlas, así pues, que nos pongan otro, que hay que celebrar el día, y también mañana y no te pierdas el azul del vestido de esa señora vertical de Zuloaga en la Mapfre, conforme entras de frente. Nos unió el domicilio juvenil bajo los palos y comprendió -muy pocos- la circunstancia del hombre en soledad ante el pelotón de fusilamiento con el obús de badana, como Chillida o como Camus y hace cuatro días su guasap me asomaba a un duelo en la Salceda de esos de verano, con su jersey de adidas y el mío de vaya usté a saber, de cuando veíamos el balón a cincuenta metros sin gafas. En lo diario jugó al revés, él por delante de Terele, Emilio y Helena, y el que se atreviera, que pisara el área de su intimidad si tenía cuajo. Para lo demás en lo habitual estaba la cosa, más para él, smoking de la tolerancia, al cabo y rabo de la calle.    

Hoy presiento que dentro de muchos años un mi nieto le contará a su hijo, mientras pasean por la Alameda y señalándole una mesa del kiosko de bebidas de arriba -el “Agustín” que decían nuestros padres- frente al de la música y junto a los bónibos: Mira, ahí, en agosto, a mediodía, traía yo al abuelo siempre. Había perdido ya la cabeza, pero se sentaba muy feliz. Musitaba sin cesar palabras, frases que no entendíamos, durante un par de horas, no creas, y sonreía y sonreía. Era ese diálogo el único del día, con un alguien, invisible, de la silla de enfrente. Jamás supimos por qué, pero esa “conversación” era su mejor rato. Hablaba él sabría qué y con quién, ya digo, asentía y algún golpe de risa delataba su felicidad, pero, cuando nos retirábamos, sí que entendía claramente las tres últimas palabras con las que, mirando a la silla de enfrente, vacía, siempre se despedía: “hasta mañana, Emilio”. Alguna vez le oí decir a mi madre que fue un gran amigo, “que se le había muerto como el rayo, con quien tanto quería”.