Elogio del silencio


En política las responsabilidades se depuran con el cese o con la dimisión. Es lo que debe poner fin a las palabras, las de crítica y las de adulación postrera. 

Hace ya más de seis años, cuando me enfrentaba a mis primeras elecciones como cabeza de lista al Congreso por Guadalajara, una periodista me preguntaba qué libro acababa de leer. Lo recuerdo perfectamente, porque me lo había regalado una queridísima amiga al conocer mi designación, pensando en la conveniencia de su temática: la “Biografía del silencio” de Pablo d’Ors, un ensayo sobre la meditación que tanta falta me iba a hacer en los años siguientes. Otro libro sobre el mismo objeto, el “Elogio del silencio”, se había publicado tiempo atrás, aunque llegó más tarde a mis manos. En ambos se muestra el silencio como algo más profundo que la ausencia de ruido, de palabras. Es un camino para el reencuentro con uno mismo y, para quienes tenemos el privilegio de la fe, con Dios.

Estos días he reflexionado mucho sobre el valor del silencio; sobre los silencios elocuentes y los cobardes; los silencios especulativos y los respetuosos. A veces es difícil diferenciarlos y hay que conocer a las personas para saber distinguirlos. También sobre el valor de las palabras, las que cambian y se matizan, se borran y se reinterpretan.

A mí el silencio me cuesta un enorme trabajo. Necesito hablar y comunicarme; por eso el lector de Nueva Alcarria pudo apreciar en mi última colaboración algunas claves de lo que he manifestado también en otros escritos y redes estos días sobre la situación política y sus derivas jurídicas en España en general y en el Partido Popular, en particular.

Pero hoy no. Es el momento del elogio del silencio. La hora de los “valientes” ya pasó y es la de las mujeres y los hombres y no la de los ratones, en este mundo de ratones y hombres. Algunos de los que se aprestaban a saltar del barco, se habían subido no hace tanto alborozados, a codazos, incluso. Colgaban manifiestos tardíos en las redes como los jirones del botín que han disfrutado, con la esperanza de seguir haciéndolo. La actualidad nos muestra un grupo de leñadores de árboles caídos junto a las plañideras de la suerte ajena y de la propia.  Y si les damos unos minutos, harán compatible alternativamente el hacha y el pañuelo, haciendo bueno el dicho que repetía con frecuencia Alfredo Pérez Rubalcaba: en España se entierra tan bien…

No recuerdo dónde ni cuándo la conocí, pero se me quedó grabada la anécdota de un hombre mayor que se desgañitaba dando vivas al rey Juan Carlos cuando inició su primera visita por todas las capitales de España. Le preguntaba un periodista si era muy monárquico, dado su entusiasmo. Y el hombre le contestaba con la sinceridad del que dice lo que piensa, sin pensar en lo que dice: “para nada; tendría que haberme visto cómo gritaba cuando echamos a su abuelo”. También ahora Juan Carlos, como su abuelo, sufre destierro entre gritos e insultos.

En política las responsabilidades se depuran con el cese o con la dimisión. Es lo que debe poner fin a las palabras, las de crítica y las de adulación postrera. Es el momento del reencuentro con el yo, el personal y el colectivo, de la identidad que no mira al pasado, sino que se proyecta al futuro. Es el momento del sosiego, para recuperar la esencia de lo que es la función de la política, de buscar el bien común por encima del interés individual e, incluso, del partidista. Es el momento en el que debemos pedir a nuestros representantes, con independencia de partidos e ideologías, altura de miras. Y puestos a pedir, les podemos pedir que, si no van a aportar algo nuevo e interesante, guarden silencio. Por favor.