Era forastero y me acogisteis


Frente a personas intolerantes y xenófobas, que se suelen hacer notar, también conozco testimonios de personas que llaman por su nombre a los que vienen de fuera.

Si a alguien le da por consultar varias biblias, de distintas editoriales, ediciones y traducciones, y busca el capítulo 25 del evangelio según san Mateo, encuentra la siguiente frase: «era foras-tero y me acogisteis». Con ligeros matices o sinónimos, todas las biblias dicen lo mismo. Mejor: es Jesús el que pronuncia esas palabras, que vienen enmarcadas por otras: hambre, sed, desnudez, enfermedad, cárcel…

El que acoge al forastero («el que es o viene de fuera del lugar», dice el Diccionario de la lengua española) acoge al propio Jesús. Y esta es una de las condiciones para recibir la herencia del Reino de Dios. Desde esta perspectiva, acoger es algo propio del cristiano y de la cultura cristiana, la misma que tanto nos gusta defender frente a otras culturas que vienen de fuera a invadirnos.

He escuchado a gente que pone nombres despectivos o degradantes a los colectivos de inmigrantes, pero desconoce cómo se llaman las personas que forman esos colectivos, porque no les interesa entrar en sus vidas. No les importa que vengan con hambre, con sed o desnudos. En el mejor de los casos, lo que sí les preocupa es si han estado en la cárcel, para colocar el sambenito de delincuentes a todos los de su país. Hay quien no sabe nada del forastero ni quiere saber: una actitud, desde luego, poco cristiana.

Sin embargo, frente a personas intolerantes y xenófobas, que se suelen hacer notar, también conozco testimonios, normalmente más silenciosos, de personas que llaman por su nombre a los que vienen de fuera. Hay quien se preocupa de Fátima y de su hijo enfermo, y de que no les falten las medicinas o la comida que necesitan. Hay quien procura mantas a Zulma o la lleva en su propio coche a la consulta del médico o al consulado para arreglar sus papeles, porque no tiene dinero ni para pagar el autobús. Hay quien no hace distinción entre sus ami-gos del colegio o del instituto y le da igual que se llamen Malak, María, Tatiana, José, Jeffer-son, Amed…: son sus amigos y punto. Hay quien va del brazo de Julia o de Ibrahim y les acompañan a todas partes porque son su bastón, sus ojos y hasta sus fuerzas, y lo que menos interesa es que el color de su piel, su religión o su manera de hablar sean iguales o diferentes a los propios.

Esta es la verdadera cultura de la acogida y del encuentro: la cultura que no daña la dignidad de las personas; al contrario, hace que muchas de ellas la recuperen después de haberla perdido o simplemente no tenerla por haber nacido en un lugar determinado del planeta. Y esta es la cultura que todos, pero sobre todo los cristianos, debemos promocionar.