Guatemala

11/06/2018 - 12:03 Javier Sanz

El pasado año, día de Santiago, nos despertó una alegría de cohetes que anunciaban la fiesta grande de Antigua.

Dios niño jugaba con un globo de arcilla buscando la esfericidad perfecta, pero el susto recibido de súbito por el vuelo próximo de un cometa en el momento en que unía las dos Américas le cerró las manitas en el punto donde milenios después nacería el color, Guatemala, la tierra más linda del mundo sobre la que se detiene el cóndor cuando sube de los Andes a Nueva York pues el pájaro cantor mira y no se cansa de esa tierra arrugada desde entonces, confluencia de colinas, contraída en sí misma.
    Guatemala, trazada en cordilleras de mil verdes, es un belén en cada pueblo, donde no falta un son de marimba que embruja al viajero con eco más largo que las sirenas de Ulises. En el centro, el lago Atitlan, donde quizá anduvo Antoine de Saint-Exupéry buscando exteriores para un Principito. Ese lago, el más azul de los azules lagos, está rodeado por un collar de pueblitos de pescadores que lo cruzan en cayucos al despertar el día, e invitan a un pez mediano a que se incorpore a su mesa, que mañana Dios dirá si invitamos a otro. El lago Atitlan no tiene tiempo ni interés para buscar monstruos pues eso vale para la desocupada Escocia de desocupados novelistas hartos de whisky. Quise morirme una vez cruzándolo en la mañana y que me arrastrara un remolino hasta sus entrañas, pero ya en la orilla comprendí que ese mausoleo era solo para los mil dioses que adora el país.
    El pasado año, día de Santiago, nos despertó una alegría de cohetes que anunciaban la fiesta grande de Antigua. Nos llegamos a la plaza y desde el edificio de Capitanía vimos desfilar sin fin hasta el último habitante de la más bella de las ciudades coloniales. Vestían los colores de la cola del guacamayo, bailaban como vieneses, sin mirarse las punteras, todos eran chapines por un día, categoría de ciudad próspera pero siempre mágica, donde las ruinas de sus iglesias, de la universidad, de sus palacios, hermosas en su vejez desolada, son el presagio de lo que puede venir mañana, quizá esta tarde, cuando cualquiera de los volcanes que la rodean sufra el cólico miserere y arrase lo inmediato y lo lejano con el vómito de azufre que explota en sus tripas.  
    Uno de los mil volcanes, de apellido De Fuego, se ha vertido en cenizas sin límite. Es el estornudo de la ballena tierra adentro y ha dejado una Pompeya de cuerpos que aparecerán tres mil años después, cuando se encuentre aquí la otra mitad del Santo Grial y, uniéndolos, demos por finalizada la biografía del planeta llamado Tierra. En tanto, los perros, afónicos, sospechan hasta de la Luna. Esta noche, los mayas se han retratado de perfil en piedras de jade negro por si hubiera que poner cara a la humanidad de la tierra que parió a Miguel Ángel Asturias. Todo es misterio y en los altares sincréticos se predican las palabras con la minuciosidad del relojero. Como en tiempos de predicción, de las mil teorías posibles ninguna es verdad y todo queda en manos de los dioses, cansados tal vez de esperar en sus paraísos. ¿Para cuándo? De momento, lloramos cien cadáveres y la pérdida no menor de cinco mil hogares cuyo suelo era el de la calle.