Los dos entierros del gran cacique

04/11/2018 - 13:21 Jesús Orea

El conde fue inicialmente enterrado en el panteón de sus padres, los marqueses de Villamejor. Tres años después, la viuda promovió el inicio de las obras del panteón propio de los Condes de Romanones.

Aunque la fotografía que acompaña este texto es muy significativa y habrá dado ya muchas pistas a los lectores sobre el verdadero tema a abordar en mi colaboración de este mes, el titular que la abre puede haber llevado a algunos a pensar que, más que tratarse de un artículo sobre el entierro del Conde de Romanones -el cacique por excelencia o su excelencia el cacique, como prefieran-, que tuvo lugar en Guadalajara hace 68 años, podría estar ante un relato breve dedicado a los ritos y ceremoniales fúnebres de algún cacique amerindio, de esos que se adornaban de plumas en sus largas cabelleras y pintaban sus rostros y cuerpos cobrizos de vivos colores.

La posible confusión, de haberse producido, justificaría su origen en las tres acepciones y dos muy distintas significaciones que la palabra cacique tiene en el diccionario de la RAE, a saber:

“1. m. y f. Gobernante o jefe de una comunidad o pueblo de indios.

2. m. y f. Persona que en una colectividad o grupo ejerce un poder abusivo.

3. m. y f.  Persona que en un pueblo o comarca ejerce excesiva influencia en asuntos políticos.”

Evidentemente, el cacique de las plumas y demás abalorios al que me referiría es el definido en la primera acepción, mientras que al Conde de Romanones le encajan como anillo al dedo las otras dos significaciones, especialmente la tercera. Esto sea dicho con el mayor de los respetos a don Álvaro de Figueroa y Torres, que no solo fue un arquetipo y maestro del cacicazgo, sino que hizo muchas cosas bien como después veremos. Además, el caciquismo no fue un invento de Romanones, ni él fue el único cacique; bien al contrario, en sus inicios en la política fue crítico con esta práctica tan extendida en el período de la Restauración, tras la Constitución de 1876 y durante la práctica de la alternancia en el poder entre liberales y conservadores, que se prolongó hasta la llegada de la Dictadura de Primo de Rivera en 1923. Ahora bien, como don Álvaro no pudo con ella, la hizo su aliada, algo muy político, por cierto.

¿Y a qué viene ahora recordar el entierro de Romanones, así, por las buenas? Me explico rápido: Con ocasión de mi “Guardilón” de noviembre del año pasado, en el que, aprovechando la oportunidad que me brindaba su publicación en los primeros días del mes de los difuntos, traté sobre el entierro de la Condesa de la Vega del Pozo y Duquesa de Sevillano, ya comenté que aquel, que tuvo lugar en 1916, fue uno de los dos sepelios “del siglo XX” en la ciudad, afirmando que el de Romanones, que acaeció en 1950, fue el segundo. Procedo ahora, por tanto, a escribir sobre las exequias del gran cacique que, sin duda, fue Romanones, aprovechando la ocasión para recuperar algunos trazos de su figura, tan estrecha y largamente vinculada a la provincia de Guadalajara.

Don Álvaro de Figueroa y Torres nació en Madrid en 1863 y falleció también en la capital de España, a la edad de 87 años, el 11 de septiembre de 1950. Tan solo dos días antes de fallecer, había regresado de sus habituales vacaciones veraniegas en San Sebastián, que acortó al sentirse ya gravemente enfermo. Su casa natal fue la llamada “De Cisneros”, en la plaza de la Villa, mientras que la mortuoria radicó en un palacete del Paseo de la Castellana, donde residió gran parte de su vida.

La vinculación de Romanones con Guadalajara no solo se produjo por razones políticas, sino también familiares, pues su madre, doña Ana de Torres y Romo, Marquesa de Villamejor, era guadalajareña y poseía en la provincia numerosas e importantes propiedades, destacando entre ellas la de la gran finca de “Miralcampo”, en Azuqueca de Henares, cuyo topónimo adoptó el gran polígono industrial que en los años sesenta del siglo pasado comenzó a instalarse en los viejos terrenos de la madre del Conde y en otros anejos. El padre de don Álvaro, don Ignacio de Figueroa y Mendieta, fue alcalde de Guadalajara en 1828.

Ciertamente, los lazos de vinculación de Romanones con Guadalajara se estrecharon cuando en mayo de 1888 es elegido por primera vez diputado a Cortes por nuestro distrito, representación que ya no dejó de ostentar hasta la abrupta llegada de Primo de Rivera al poder que, entre otras muchas consecuencias políticas, supuso la liquidación temporal del parlamentarismo y la derogación de la Constitución de 1876. No obstante, poniendo de nuevo en evidencia el control que ejercía sobre el distrito electoral de Guadalajara, el Conde volvió a vencer en él en todas las elecciones que se celebraron entre 1931 y 1936, ya en tiempos de la 2ª República.

Dejaron escrito algunos de sus más estrechos colaboradores y piezas de mayor relevancia en su eficacísima red clientelar provincial que “ni la hoja de un árbol se ha movido sin autorizarlo el Conde de Romanones”. Solo el distrito de Molina se le resistió, mientras que, en la capital, las zonas de Atienza y Sigüenza y toda la Alcarria, su control político fue total durante cerca de medio siglo. El Partido Liberal, y más en concreto la facción del Conde, cercana a Sagasta, pero luego no tanto a Montero Ríos, Moret o Canalejas, tuvo en nuestra provincia un auténtico feudo en esa etapa a caballo entre los siglos XIX y XX.       El currículo político de don Álvaro fue realmente impresionante, algo que avalan estos datos, muy resumidos: 2 veces alcalde de Madrid, 17 veces ministro y 3 veces presidente del Consejo, como entonces se llamaba al gobierno. Algunos de sus grandes logros como estadista fueron el derecho de sufragio universal masculino -también fue defensor del femenino, pero éste no llegaría hasta la Constitución de la República-, el fomento de la construcción de caminos vecinales, carreteras, ferrocarriles secundarios, granjas experimentales y pantanos, el impulso a la política exterior -fue un gran anglófilo- y, especialmente, la atención a la educación y a los maestros, a quienes logró convertir en funcionarios del Estado y que cobraran de sus presupuestos generales, cuando hasta entonces dependían precariamente de los ayuntamientos.  

Pese a que Romanones murió ya anciano y muy alejado de la política, no dejó de ser nunca un activo miembro de importantes academias como las de Bellas Artes de San Fernando y la de la Historia -ambas las llegó a presidir-, del Círculo de Bellas Artes, de la Sociedad General de Autores y de diversos patronatos, entre ellos el del Museo del Prado. Su muerte y posterior entierro constituyeron “impresionantes”, “grandiosas” y “sentidas” manifestaciones de duelo, como coincidieron en titular, respectivamente, periódicos de ámbito nacional, como el ABC madrileño y La Vanguardia barcelonesa, y local, en este caso Nueva Alcarria, único medio informativo provincial impreso que había en aquella época.  La primera página de este periódico, de fecha 16 de septiembre de 1950, se abría, a tres de las cinco columnas de su plana, con este titular: “Guadalajara tributa un emocionado recibimiento a los restos mortales del conde de Romanones”. El subtitular que lo complementaba fue: “La conducción del cadáver del ilustre político desde la plaza de los Caídos al Cementerio, constituyó una sentida manifestación de duelo popular”.

Si ya habían sido varios miles de personas las que habían acompañado el féretro de Romanones desde su palacete madrileño de la Castellana a la iglesia de la Concepción, donde se celebró el funeral, el día 13 de septiembre de 1950, también por miles se contaron las que le recibieron y acompañaron ese mismo día a su llegada a Guadalajara para ser enterrado en el panteón familiar. Los restos mortales de Don Álvaro llegaron a Guadalajara, procedentes de Madrid, sobre las dos de la tarde. El vistoso y solemne cortejo fúnebre local, escoltado por maceros municipales con hachones encendidos, se formó en la entonces denominada plaza de los Caídos (hoy plaza de España), recorriendo posteriormente la calle Miguel Fluiters, la, en ese momento, llamada plaza de José Antonio (actual plaza Mayor), la calle Doctor Mayoral, plaza de la Antigua y Ronda de San Antonio, donde se despidió el duelo, como era entonces habitual. Por cierto, en ese año debían estar ya terminadas las demandadas obras de construcción del camino al cementerio, pero estas no comenzaron hasta 1952.

 

En ausencia del gobernador civil, la primera autoridad provincial y que presidió el entierro, por delegación de aquel, fue el presidente de la Diputación, don Felipe Solano Antelo, acompañado del alcalde de la capital, don Enrique Fluiters Aguado, y, por supuesto, del resto de autoridades provinciales y locales del momento, tanto civiles, como militares. La representación eclesiástica recayó en el clero parroquial de Santiago. Seguramente, el casi siempre indisimulado anticlericalismo del Conde influyó en que, ni en el funeral de Madrid, ni en el cortejo fúnebre de Guadalajara, hubiera demasiadas sotanas y, menos aún, mitras, báculos o capelos. 

El conde fue inicialmente enterrado en el panteón de sus padres, los Marqueses de Villamejor, magnífica obra de corte neoclásico del gran arquitecto arriacense, Manuel Medrano Huetos, concluida en 1899. Tres años después del primer enterramiento, en 1953, la viuda de Don Álvaro de Figueroa, doña Casilda Alonso-Martínez y Martín, promovió el inicio de las obras del panteón propio de los Condes de Romanones (en la foto), de gran altura y fábrica en la que predomina el ladrillo visto, obra del arquitecto e hijo de los Figueroa Alonso-Martínez, Eduardo. El 3 de junio de 1955 fueron trasladados los restos del Conde a este nuevo panteón, dato poco conocido y al que he accedido gracias al competente y eficiente equipo de profesionales que gestionan el Archivo Municipal del Ayuntamiento de Guadalajara.

Termino con esta reflexión del propio Conde de Romanones, contenida en su última obra publicada, en 1949, y titulada “Observaciones y recuerdos”: “Los funerales son una manifestación de la vanidad y del lujo. En ellos todos cobran, desde el sochantre hasta el monaguillo, y hacen bien porque no hay nadie que trabaje sin una remuneración. Mas siempre subsistirá la observación de Quevedo moribundo: Accede a los rezos, a las misas; pero, cuando le reclaman la remuneración de los músicos, replica: `No; la música páguela el que la oyere´”. Genio y figura hasta la sepultura.