Manchester

26/05/2017 - 18:07 Javier Sanz

El objetivo es el miedo, ese ántrax con el que contaminan las fuentes de los parques de convivencia donde se sienta una familia.

Acabarán sumando una treintena larga. A los veintidós de ahora se unirán en el viaje sin retorno una decena que ahora llena las UVI’s inglesas del sur, muchos de ellos sin identificar aún. Otros cuarenta quedarán tullidos y casi medio millar más, entre familiares y amigos, tendrá secuelas de por vida. Se despertará de noche con el corazón en la boca, hoy, mañana y dentro de un lustro. Las invisibles cicatrices del alma son las más crueles.
    Londres está tomada a estas horas por soldados ninja que poco pueden hacer. El terrorismo es fácil. Bajo la gabardina, un hijo de puta se acopla paquetes de explosivos. Sólo le queda tirar de un hilo para organizar la escabechina de inocentes y reunirse con el  prometido Alá, que le espera con los brazos abiertos por el gran servicio prestado a la humanidad. El terrorismo pesca en aguas sucias, en el pozo del alma de descerebrados a los que se convence de que el fin último de su desgracia es la niña de ocho años que murió oyendo al ídolo de niñez o juventud que todos tuvimos. El fin penúltimo son sus padres, y sus abuelos el antepenúltimo, y la nación toda que vive en lo que toca en el siglo XXI de la era cristiana: en libertad, conquista nada fácil de la sociedad.  
    Ya de niños degüellan en directo a sus rehenes con un cuchillo con el mismo filo medieval de sus almas. El objetivo es el miedo, ese ántrax con el que contaminan las fuentes de los parques de convivencia en los que se sienta una familia a merendar un sándwich de vuelta a casa. La felicidad de lo cotidiano sobre un mantel de cuadros se les muestra en las escuelas talibanas como un atentado contra la integridad del ser humano. Se trata de pisar el hormiguero.
    Hoy todos somos Manchester como ayer fuimos Paris y antes Madrid, pero mañana volveremos a ser otro lugar, donde los ciudadanos se cruzan ahora en bici, pensando en que el próximo domingo se comerán una tortilla junto al lago o escucharán un concierto en la plaza de su pueblo. Se habla de integración, cómo no. Y se procura, aun tragando imposiciones medievales. El inmigrante tiene cama en el hospital y pupitre en la escuela, y si espabila llega a sentarse en la mesa del consejo de ministros pues la sociedad occidental es de suyo abierta. Se cruzan razas en los altares y da gusto ver el abanico de los nuevos colores que suena a gloria cuando se abre. Pero el hijo de puta es cosa diferente. Es hijo del maligno, que ha llegado a parir una familia numerosa, de numerosas ratas.
    Parece que el amor, aun a largo plazo, es la clave. Pero quien se suba a un árbol diciendo algo parecido le esperarán abajo con una camisa de fuerza y la ambulancia abierta.