Mujercitas (o la excepción de la regla)


No es la regla lo que incapacita a las mujeres, sino el dolor, que iguala a todos, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, y que es lo que hay que tratar y lo que habría que poner en el punto de mira en una actuación ministerial razonable.

Como casi todas las que hemos leído en la niñez el clásico de Louisa May Alcott, yo también quería ser Jo. Como a ella, no me ha gustado en la vida la costura y me encantaban los libros; me gustaba su rebeldía y su genio vivo, aunque luego se amoldara a una vida convencional, en las siguientes novelas de la saga, más convencionales. 

Mujercitas era, como Jo, la excepción a la regla, un libro transgresor, que mostraba los anhelos de cuatro mujeres, apenas niñas, en una época donde no existía el feminismo y la lucha por la igualdad era una quimera. En Mujercitas no se hablaba de la regla como elemento emancipador, sino de la lectura, de la independencia económica, de lo atractivo que resulta tener un criterio propio. Contenían las páginas de este libro un modelo para las niñas de los 60 y 70, positivo o negativo, por identificación o por exclusión, aunque todas queríamos ser Jo, o al menos eso declaraba la mayoría, porque Amy sólo aspiraba a casarse con alguien rico o poderoso, lo que le haría una eficaz precursora de las series y realities de ricas y famosas, Georginas o Kardashians. Meg era la cuidadora, la que quería una vida tranquila, familiar, casera, y la consigue muy a su pesar. Y Beth… sólo quería vivir. 

Mujercitas nos marcó a muchas chicas de mi generación. Una generación en la que, como me recordaba una sabia mujer, no hablábamos de la regla porque sencillamente teníamos “el periodo”. Porque los temas escatológicos, y todos los que tienen que ver con la fisiología lo son, no se comentaban en tertulias ni se aireaban en público, por una elemental buena educación, no por “vergüenza, soledad o culpa”, que parece que la ministra de Igualdad es más del Antiguo Testamento que de la habitación propia de Virginia Woolf. Lo hablábamos las amigas, lo normal, más cuando la la regla marcaba el paso a la adolescencia. Y combatíamos sus efectos con remedios caseros, copazo de ginebra a palo seco, o con la Saldeva de toda la vida. Y con mucho aguantoformo.

Sé que hay muchas mujeres que lo pasan mal con la regla. También con las jaquecas, que son terribles o con los juanetes, que los tacones pasan factura. Pero no es la regla lo que incapacita a las mujeres, sino el dolor, que iguala a todos, mujeres y hombres, jóvenes y adultos, y que es lo que hay que tratar y lo que habría que poner en el punto de mira en una actuación ministerial razonable. A cambio, sólo me queda el desahogo de exclamar que estoy más que harta de la empanada mental de las mujercitas que nos gobiernan a golpe de ocurrencia. 

El problema de las ocurrencias es que, a veces, incluso chocan con la propia ideología y deberían empezar por aclararse si luchan contra el género como constructo o lo defienden; si el sexo me lo asignan o lo elijo; si soy una mujer o un ser menstruante (intermitente, eso siempre, ahora sí, ahora no, al principio no lo era y nunca lo volveré a ser…). Y por supuesto, que en sede ministerial nos aclaren inmediatamente si por una vez la biología es determinante o si sólo lo es en “esto”, o si, de paso, las mujeres que no lo son biológicamente y lo van a ser registralmente por su propia declaración de voluntad, también van a poder tener reglas incapacitantes por esa misma personal e intransferible declaración de voluntad, o por simpatía, yo qué sé.

No se entera la ministra que, en general produce más sonrojo el marcarse un “Camacho” y lucir sobaquera que la mancha casual de la regla, porque la primera produce cachondeo y la segunda complicidad. La gente educada no habla de su estreñimiento ni de sus almorranas, ni te ataca con su dispepsia o sus flatulencias. Pero la regla está normalizada en su discreción. 

Yo tengo claro lo que soy, arrogante que es una, y ni con regla ni sin ella me avergüenzo, ni me siento sola o culpable por causa o razón de efluvios corporales, sino más bien por mis actos cuando merecen ese reproche, como la inmensa mayoría de las mujeres y de los hombres. Me parece que la ministra se hace, una vez más, un lío: confunde soledad con intimidad, la vergüenza con la discreción, y culpa…, no sé con qué confunde la culpa; eso sí, ella siempre está presta a atribuirla a otros, que esa es su religión basada en el dogma de que sólo ella tiene toda la razón y los demás se equivocan o mienten.  Sólo nos falta que nos diga, en su “matriarcado maternalista” que pretende liberarnos de nuestras miserias femeninas y que no es recomendable lavarse la cabeza o bañarse con “el mes” porque si se interrumpe, te puedes volver loca. O, en su defecto, que no hagas mayonesa porque se corta. 

Y lo que también sé es que me gusta más el modelo de Jo March, independiente y rebelde, que el de Irene Montero, permanentemente enfadada y regañona, encabalgada su carrera política, aunque sea muy a su pesar, a un hombre. Aunque tengo que reconocerle un enorme logro: como dice esa sabia mujer de la que antes hablaba, gracias a la Montero ahora adquiere más sentido que nunca lo de la visita del primo comunista. O prima. O prime…