Niños migrantes
La iglesia celebró la Jornada Mundial del Emigrante y el Refugiado el 15 de enero.
El día 15 de enero, la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Emigrante y del Refugiado. Con el sugerente lema: “Menores migrantes, vulnerables y sin voz”, el papa Francisco invita a quienes ostentan responsabilidades en el gobierno de las naciones y a la sociedad en general a poner la mirada en los niños migrantes. Ellos, además de ser menores, experimentan la indefensión y tienen que soportar, en ocasiones, vejaciones, torturas y castigos corporales.
En nuestros días, entre todas las personas que se ven forzadas a emigrar de sus países, los niños son los que más sufren las duras consecuencias de la emigración. Provocada en la mayor parte de los casos por la violencia, la miseria y las adversas condiciones ambientales, la emigración causa profundas heridas psíquicas en la vida de los niños y favorece el que estos sean invisibles para los restantes miembros de la sociedad, pues no tienen voz en la misma y carecen de documentación.
La convención sobre los derechos del niño, aprobada por la Asamblea General de las Naciones Unidas, el año 1989, reconoce que los niños gozan de los derechos fundamentales de toda persona, especialmente cuando se encuentran en situaciones de vulnerabilidad. Es más, obliga a los gobiernos de los estados a tomar medidas eficaces para protegerlos contra la violencia y contra toda clase de explotación, de la trata de personas y de todo lo que pueda dañar su desarrollo humano integral.
Sin embargo, constatamos con profundo dolor que esta legislación, en muchos casos, se queda en papel mojado. Los informes de UNICEF en este sentido son demoledores y no dejan lugar a dudas. Según estos informes, en la actualidad, existen 1,8 millones de niños que son víctimas de explotación sexual, 300.000 experimentan los efectos de la violencia y 168 millones son sometidos a trabajo infantil. Esta inconcebible realidad sólo puede explicarse por la irrelevancia política y social de los niños en situación de exclusión, es decir, porque los niños no son tenidos en cuenta por muchos gobiernos a la hora de tomar decisiones políticas.
Detrás de estos datos escalofriantes, hay niños concretos que, después de verse forzados a abandonar su tierra y su familia, tienen que soportar el hambre, la guerra y la falta de libertad. Estos niños caminan por la vida como vagabundos, carecen del calor del hogar, no pueden estudiar y no tienen con quien jugar. En sus rostros se refleja la tristeza provocada por la injusticia, por el abandono y por la falta de respeto a su dignidad y a sus derechos elementales.
Ante la contemplación de esta durísima realidad, la Iglesia ofrece ayuda, atención y acompañamiento a estos menores a través de la Comisión Episcopal de Migraciones, de las Delegaciones diocesanas de Migraciones, de las comunidades parroquiales, de Caritas y de otras instituciones sociales. Pero, esta ayuda no es suficiente. Faltan personas y medios. Esto quiere decir que los gobiernos de las naciones y los restantes miembros de la sociedad no podemos mirar para otro lado ni cerrar los ojos ante esta realidad injusta e inadmisible.
Todos, además de elevar nuestra súplica al Señor para que nadie sea insensible ante el sufrimiento de los menores, hemos de hacer un esfuerzo por conocer sus problemas y pedir el respeto para sus derechos. Pero, además, acogiendo la enseñanza del Señor en la que nos recuerda que “quien acoge a un niño en su nombre, lo acoge a Él mismo” (Mc 9, 37), hemos de ofrecer nuestra colaboración activa a las organizaciones eclesiales o a otras organizaciones sociales para encontrar soluciones permanentes a este fenómeno que, desgraciadamente, ya forma parte de las nuevas y lacerantes esclavitudes de nuestro mundo.