Para mis socias de la vida. A favor de Marcela Lagarde
La gravedad de la cuestión no es que haya posicionamientos divergentes, sino que no se pueda debatir sobre los mismos imponiéndose, sin pensamiento crítico de por medio, que la teoría queer y sus derivaciones sean las únicas legítimas y que lo demás, aunque se trate del feminismo de tradición ilustrada, progresista y de izquierdas, no sea más que morralla reaccionaria.
Hace una semana que volvió a censurarse a una feminista en una universidad española. No es la primera vez que ocurre y siempre constituye un acto reprobable, pero en esta ocasión la agraviada ha sido la antropóloga mexicana Marcela Lagarde y de los Ríos, la admirable mujer que entre muchas otras aportaciones ha conceptualizado el feminicidio, que nos ha explicado qué son los cautiverios de las mujeres (como la prostitución), que ha desarrollado el concepto de sororidad, que ha animado a las mujeres a ejercer liderazgos entrañables y que nos dio las claves para el poderío y la autonomía.
Lagarde se encontraba pronunciando una conferencia magistral sobre la historia del feminismo en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid cuando −precisamente en el momento en el que hablaba de la violencia contra las mujeres y el borrado histórico de las mismas− unos individuos intentaron cancelarla. A pesar de la gravedad de los hechos, las autoridades competentes no han manifestado su repulsa pública; ni siquiera dieron indicaciones a los responsables de seguridad para que la libertad de cátedra, de pensamiento y de expresión fuera garantizada.
La «solución» que se encontró fue la de trasladar la reunión del salón de actos a una más pequeña sala de juntas a puerta cerrada y con un guardia de seguridad en la puerta, como relató a El País (Ed. México) mi querida Ana de Miguel, filósofa feminista y profesora universitaria. Me consta que la mayoría de las mujeres y hombres que el pasado 20 de marzo acompañaron a Marcela Lagarde, académica y varias veces doctora honoris causa, están convencidas que de haberse tratado de un escrache protagonizado por la extrema derecha la reacción habría sido otra. Y la cobertura de los medios de comunicación probablemente también.
Pero no fue así, el boicot lo organizaron gentes que consideran que el más mínimo interrogante sobre la denominada ley trans y la teoría queer que la sustenta supone un intolerable gesto de transfobia. Ya ven, bajo lemas como «Aquí está el lobby trans» ha surgido una nueva forma de misoginia revestida de posmodernismo que pretende amedrantar y expulsar a quienes tienen opiniones diferentes, aunque se trate de una giganta de la universidad y del feminismo como es Marcela Lagarde.
Marcela Lagarde y Araceli Martínez en la entrega del premio Luisa Medrano (Albacete, 2017)
Esta cultura de la cancelación, pues va mucho más allá de una conducta puntual y aislada, pretende silenciar a las feministas y por extensión a las mujeres, como bien apunta la profesora valenciana Amparo Mañés (una de las más importantes referentes académicas comprometidas con el feminismo y también afectada por la cultura de la cancelación). La gravedad de la cuestión no es que haya posicionamientos divergentes, sino que no se pueda debatir sobre los mismos imponiéndose, sin pensamiento crítico de por medio, que la teoría queer y sus derivaciones sean las únicas legítimas y que lo demás, aunque se trate del feminismo de tradición ilustrada, progresista y de izquierdas, no sea más que morralla reaccionaria.
Lamentablemente, el análisis de la genealogía feminista muestra que la obstrucción a las feministas y sus discursos aparece como tema recurrente. A Clara Campoamor le ocurrió algo similar cuando en 1932, siendo todavía diputada, participó en un mitin pacifista que la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad celebró en Barcelona. Allí intervinieron numerosas mujeres denunciando el «imperio de las bayonetas» y que los seres humanos no hubieran aprendido a resolver pacíficamente sus conflictos; también se dijo que las mujeres tenían la misión que los varones no habían sabido desempeñar: unirse para defender la paz; y se negó el derecho a lanzar a la guerra a pueblos enteros por las conveniencias de unos cuantos hombres poderosos.
Los alborotadores que se habían distribuido por la sala se hicieron notar a lo largo del evento, aunque dieron rienda suelta a la mayor de sus intransigencias cuando llegó el turno de Clara Campoamor que, al igual que Marcela Lagarde, mantuvo la calma y no se arredró. La virulencia de los extremistas fue incrementándose hasta que varios de ellos intentaron asaltar el escenario, a pesar de lo cual Campoamor todavía pudo dirigir las siguientes palabras: «El espectáculo que estáis dando prueba la enorme labor educativa que debemos realizar las mujeres entre los hombres». Y con esto el encuentro se dio por terminado en medio de una gran ovación, postponiéndose para dos días más tarde en otro lugar.
Me gustaría terminar recordando lo que ha sido uno de los más grandes regalos de mi vida: pasar un día con Marcela Lagarde, aprendiendo de todas y cada una de sus palabras sabias, con motivo de la entrega en el imponente Teatro Circo de Albacete del premio internacional a la igualdad Luisa de Medrano de 2017, que le otorgó el Gobierno regional del cual yo formaba como directora del Instituto de la Mujer de Castilla-La Mancha.
Lagarde ha escrito numerosas obras de divulgación, pero coincido con mi compañera la también senadora Elena Diego Castellanos en que el que más nos ha marcado a ambas ha sido el de Para mis socias de la vida, en el que proclamaba que «como nos abocamos a transformar radicalmente el mundo, cada mujer precisa, así mismo, cambiar radicalmente. Para las feministas, cada mujer es la causa del feminismo. Cada mujer tiene el derecho autoproclamado a tener derechos, recursos y condiciones para desarrollarse y vivir en democracia. Cada mujer tiene derecho a vivir en libertad y a gozar de la vida».