Una infancia difícil


La princesa cifontina fallecida en Pastrana creció en una familia que hoy denominaríamos desestructurada, careciendo de suficientes referentes positivos.

En estas Vindicaciones que ya llevamos dos años publicando, son muchas las mujeres relacionadas con Guadalajara que han desfilado por sus líneas. Todas me parecen admirables y, en muchas ocasiones, sorprendentes, pero he de admitir que si hay una alcarreña fascinante, esta es Ana de Mendoza de la Cerda, la célebre princesa de Éboli.

Inteligente, influyente, hermosa, altiva… cumplía todos los requisitos para ser criticada por no ajustarse a las normas del recato que se aplicaba a las mujeres. Su nombre se ha asociado a las intrigas palaciegas y a los amoríos ilícitos, como si estas circunstancias (no todas probadas) solo afectaran a las féminas ambiciosas.

El tratamiento de la ambición política ha sido −y lo sigue siendo− muy distinto para los hombres y para las mujeres. Mientras que en el caso de los varones se ha considerado una cualidad natural y necesaria para la cosa pública, la percepción cambia si hablamos de las mujeres, apreciándose como un alejamiento de su feminidad y sus retintines ciertamente machistas.

La princesa de Éboli es un personaje poliédrico, con múltiples matices y numerosos misterios. Una parte importante de las fuentes que nos permitirían reconstruir con más certeza la parte de su vida más desacreditada fue destruida. ¿Qué había que ocultar? Todo apunta a, entre otras cosas, el buen nombre del rey, Felipe II.

Retrato de joven desconocida atribuido a Sofonisba Anguissola o Alonso Sánchez Coello. Se ha sugerido su identificación con la joven Ana de Mendoza. Fuente: Museo del Prado.

Aunque durante mucho tiempo se dio por hecho que el monarca y la noble Mendoza mantuvieron una relación amorosa, parece ser que no fue así. No obstante, aunque hubiera sucedido, sobresale la doble moral con la que a menudo se aborda el tema: el rey, un pobre hombre traicionado; ella, una arpía ansiosa de poder.

Con todos los incapaces, corruptos e infieles que pululaban por la corte filipina, llama la atención la dureza con la se ha retratado en tantos momentos a la princesa. No digo que no tuviera un carácter difícil, ni que no fuera caprichosa, ni que no actuara con despotismo… pero digo yo que también contaría con aspectos positivos y, en cualquier caso, que no sería peor que muchos de los personajes varoniles con aspiraciones políticas de los que poco se habla.

De la etapa de su vida acontecida tras la viudez se ha escrito mucho, sin embargo, más inexplorada resulta su existencia anterior. Al contrario de lo que algunos historiadores han escrito, otros sostienen que amaba y respetaba a su marido, Ruy Gómez de Silva, quien le dio la estabilidad emocional que no conoció en su infancia.

   Ana nació en 1540 en Cifuentes, donde su abuelo materno, Fernando de Silva, vivía como cuarto conde de esa villa. Así, nuestra protagonista aunó dos de los linajes más poderosos, los Silva por parte de madre y los Mendoza por línea paterna, convirtiéndose en una rica heredera tanto de rango como de caudales.

Su padre fue Diego Hurtado de Mendoza y de la Cerda, segundo conde de Mélito y nieto de nuestro también paisano don Pedro González de Mendoza, el «gran cardenal», a pesar de que de este sacó más su afición por las mujeres que su extraordinaria inteligencia. Don Diego no proporcionó a su hija una infancia dichosa ni mucho menos, algo que, no cabe duda, marcó su temperamento.

La relación conyugal de los padres de la princesa de Éboli estuvo marcada por el odio, la persecución y la mala hacienda, como investigó la historiadora hispanista Erika Spivakovsky. En su juventud apoyó a su madre, Catalina, quien, en mi opinión, fue una mujer maltratada psicológica y económicamente; pero al final se apartó de ambos progenitores.

Su boda fue negociada cuando ni siquiera había cumplido los treces años (en esa época esta era la edad mínima para contraer matrimonio), aunque no se formalizó hasta 1557. Su marido, bastante mayor que ella, era de una de las personas más cercanas, si no la que más, al rey Felipe.

De este modo, el casamiento resultaba ventajoso para Ruy Gómez de Silva, pues, procedente de la baja nobleza portuguesa, emparentaba con la flor y nata de la aristocracia española; pero también lo era para la familia de Ana de Mendoza, que adquiría influencia y proximidad a la realeza.

En fin, que la princesa cifontina fallecida en Pastrana creció en una familia que hoy denominaríamos desestructurada, careciendo de suficientes referentes positivos. A lo largo de su vida dio muestras de no someterse a más criterio que el propio, un signo de bravura que a veces se le volvió en contra, incluso la hizo caer en desgracia.

Se dice que siendo pequeña perdió el ojo por mor de unos juegos con espadas. Realmente no se sabe si en verdad era tuerta o, por el contrario, estrábica, ni cuándo empezó a usar su característico parche. Es por ello que para ilustrar este artículo hemos elegido el cuadro de una joven desconocida de la que se ha sugerido podría ser Ana de Mendoza y de la Cerda a su llegada a la corte, que nos la presenta de otra manera a como habitualmente la han pintado.