Carta desde la desesperanza

11/02/2017 - 13:37 Emilio Fernández Galiano

Aquí ya no se habla de política libremente. Una sombra “corporativa” se expande como una mancha de aceite y amenaza con ensuciarnos nuestra propia dignidad.

Querido amigo:
Espero que sigas disfrutando de la misma salud y el buen humor con el que compartimos tan buenos momentos en nuestro último encuentro. Al igual que el resto de tu entrañable familia.
Como bien sabes, porque me consta que eres un tipo informado, por aquí las cosas no van igual que en Madrid. Durante nuestra escapada a Sigüenza comprobé, con envidia, además de su simpar belleza, la singular austeridad de la mejor Castilla. Ahora comprendo a los Machado, a Unamuno, Maeztu, Baroja o Azorín. A Cajal o al mismo Ortega. O a nuestro Josep Pla. O a tantos que refugiaron su alma y espíritu por esas tierras hallando la paz. Y no la eterna. Pero sí la envidiable. No es difícil reflexionar con el necesario sosiego dando un paseo por el pinar o caminando por cualquiera de sus callejuelas. En cada rincón encuentras una grata sorpresa que abunda el pensamiento y estimula el albedrío. Sorpresas en forma de vestigios románicos y renacentistas, testigos indelebles de nuestra historia.
Esa historia que desde aquí unos cuantos pretenden cambiar, como si la historia se pudiera cambiar como una pincelada en un lienzo. Lo que más nos duele es que lo hacen en nombre de Cataluña y de los catalanes, arrogándose de una representatividad que no tienen, ni si quiera la política o parlamentaria. Lo que más duele es que lo hacen desde el enfrentamiento, o estás con ellos o contra ellos. No hay matices. No permiten dudas, no permiten opiniones. Lo que más duele es que su principal argumento nace desde el odio.
¡Ay, Sigüenza! Recuerdo con una enfermiza esperanza, pues está agonizando, la divertida y enriquecedora conversación política que mantuvimos con unos cuantos de tus amigos en los soportales de la más bella plaza renacentista española, vuestra Plaza Mayor. No os dais cuenta, pero la libertad de expresión que ejercí sin temores, y teniendo como mudo testigo la enseña Rojigualda del ayuntamiento con la misma naturalidad con la que anochecía, no tiene precio.
Aquí no se ve ninguna bandera de mi país salvo en contados edificios públicos. Aquí ya no se habla de política libremente. Una sombra “corporativa” se expande como una mancha de aceite y amenaza con ensuciarnos nuestra propia dignidad. Esa por la que te puedes manifestar libremente como con tus amigos seguntinos. Esa por la que puedes hablar en castellano, nuestro idioma común, el de tantos millones, no sin que te desprecien, sino que sin te arrojen ese desprecio. Esa por la que puedes demostrar tu identidad sin tener que esconderla en el bolsillo, como un DNI cualquiera. Mis hijos, como los tuyos, ya son mayores. Afortunadamente pudimos paliar su educación sin que el odio formara parte de su madurez como personas. Al igual que su idioma. El pequeño vive en Chile y afortunadamente habla un impecable español. Hoy los chavales catalanes no se expresan bien en castellano y Dios no quiera que tengan que buscarse la vida más allá de estas “fronteras”, porque asumirán un hándicap idiomático. Es increíble, no por hablar bien en inglés, sino por no saberlo hacer en el idioma de su nacionalidad, al menos la de ahora.
Observa a mi familia, siempre culé, pues soportamos estoicamente la intransigencia nacionalista del Camp Nou. Se supone que por ser del Barça eres independentista. Y mientras nuestros culos se enfrían en los asientos, debemos callar. No ser independentista  es ser anti catalán y, por tanto, anti Barça. Se supone que por sentirte español eres anti catalán y, por tanto, anti Barça. Y miramos de reojo al vecino de la grada por si intuye que no aplaudimos en el minuto 17. Y por si descubre que nuestra bufanda es simplemente blaugrana, sin senyera. Ah, no, es insuficiente, sin estelada. ¿Y el fútbol?
A veces me siento exiliado en mi propio país. Al menos un exilio formal permite escaparte, éste te mantiene encerrado con la íntima sensación de que has doblegado. Y ésa, como cualquier otra violación, es la más humillante. Y más cuando callamos.
Con el deseo de no hacerlo y con esta maltrecha esperanza poder vernos de nuevo muy pronto, una fortaabraçada,
A. Font i Cotoliu.