Esencia de la virtud

21/10/2016 - 19:15 Emilio Fernández Galino

A los que en el 36 brazo en alto vilipendiaron a Unamuno en Salamanca, les mueve lo mismo que a los que han reventado la conferencia de Felipe González en la Autónoma: “¡muera la inteligencia!”.

En una de esas sobremesas de cualquier viernes donde se acaba acariciando el vidrio de los vasos, ensalcé las virtudes de un buen amigo, ese día ausente, enumerando algunas de ellas y encabezadas por la de la generosidad. Uno de los comensales no pudo contenerse e interrumpió mi semblanza con un lacónico, “sí, pero es demasiado generoso”.  Además de interrumpir una buena oda,  además de que su sentencia le condenaba a él precisamente por no lucir las virtudes del ausente, ante sus propias carencias, lo que me silenció en un buen rato fue el reflexionar de cómo se puede graduar, medir o limitar una virtud.
¿Se puede decir de alguien que es demasiado generoso? ¿Demasiado solidario? ¿Demasiado honrado, prudente o leal? ¿Demasiado bueno? Precisamente con esta última virtud se abusa con un irresistible dicho por el cual se es demasiado bueno hasta terminar siendo tonto. Como el inoportuno comensal antes aludido, que carecía de generosidad y por eso denunciaba a quien la tenía, el que piensa en que la bondad termina en la estulticia es que carece de la primera y empieza a hacer méritos para lucir la segunda. Claro que, como les digo a mis alumnos de la universidad al hablar de los Clásicos, y como decía Platón, para poseer una virtud hace falta tener conocimiento, en una referencia intelectual de su maestro Sócrates.
    Es cierto que hay gente que mezcla virtudes y defectos con dones o “falta de dones”, aquéllos con los que la naturaleza nos obsequia. Se nace inteligente como se nace alto y guapo, y nos siempre esos dones confluyen; anda que no hay guapos medio tontos.  Se nace artista como el que nace orador, futbolista o funambulista. Tan cierto como que son dones que hay que cultivar con la virtud para terminar desarrollándolos. De la misma forma que los hay que nacen feos, sin coordinación, sin oído ni pericia alguna, si bien gracias a determinadas virtudes pueden terminar convirtiendo su “falta de dones” en méritos propios hasta convertirlos en su propia virtud.
    El don de la inteligencia es unos de los más envidiados pues en sí mismo dirige el desarrollo de muchas de las virtudes. En este sentido la mayoría de las personas a las que considero inteligentes me terminan pareciendo muy buenas personas, rompiendo el dicho popular. A veces el destino de esa inteligencia es torticero, enrevesado y maquiavélico, convirtiendo a esos seres inteligentes en personas ciertamente malvadas.
    A cuento de la inteligencia, se ha recordado últimamente con bastante repercusión mediática el incidente de don Miguel de Unamuno en la Universidad de Salamanca, un 12 de octubre del año 1936. El filósofo había asumido con inquietante calma el alzamiento de los sublevados ante la desesperada y alocada deriva de la II República. Pero en el paraninfo tuvo que soportar el asedio de los exaltados a la sombra de un Millán Astray con su ¡muera la inteligencia!. Sólo un conocedor de los Clásicos como don Miguel podía desmoronarse ante tamaño despropósito –de hecho, murió de pena, en teoría intoxicado por un brasero de su mesa camilla, apenas tres meses después-. El pasado miércoles ha ocurrido algo parecido en la Universidad Autónoma de Madrid ante la imposible conferencia de Felipe González. Los mismos perros con distintos collares. Los que en el 36 brazo en alto vilipendiaron a Unamuno en Salamanca, les mueve los mismo que a los que han reventado la conferencia de Felipe González en la Autónoma: “¡muera la inteligencia!”. Dos templos de la sabiduría y la tolerancia convertidos en sendos circos romanos.
    No son casuales las constantes referencias históricas a las que se recurren en los tiempos actuales, comparándolos con nuestro pasado más reciente. Escuchar a Pablo Iglesias agitando a las masas provoca escalofríos, además de otro tipo de consecuencias como la ocurrida en la Universidad Autónoma. No le vendría mal, en su condición de “universitario”, releer nuestra propia Historia y saber sacar conclusiones. Pero para eso, además de inteligencia, se precisa la más importante de las virtudes: la humildad.