Castillo

22/08/2016 - 18:22 Jesús Andrés

Cela realizó su viaje a la Alcarria dibujando involuntariamente un círculo alrededor de Castillo, de cuya existencia seguro que nunca tuvo conocimiento.

Castillo es un pueblo de Guadalajara que no aparece en los mapas. Un lugar del que muchos nunca habrán oído hablar. No es un lugar imaginario o imposible, no es un no-lugar como el descrito hace siglos por Tomás Moro en su Utopía. Castillo existe, claro que existe. Se encuentra en el centro de la Alcarria, en el punto cero del que habla la física (donde la energía es la más baja pero indispensable para el equilibrio), allí donde no llegan los viajeros, allí donde mueren carreteras y caminos.
    Cela realizó su viaje a la Alcarria dibujando involuntariamente un círculo alrededor de Castillo, de cuya existencia seguro que nunca tuvo conocimiento. De haber conocido su nombre, y si en su ánimo hubiera estado, más allá de crear el mejor libro de viajes jamás escrito, novelar sobre nuestra geografía, bien podría haber desarrollado su imaginación sobre este topónimo. Castillo hubiera sido el Macondo alcarreño de García Márquez, la Región de Juan Benet, el Yoknapatawpha de Faulkner, la Comala de Rulfo. Si Cervantes recreó la Mancha en su universal novela, dándole un aire auténtico a la vez que irreal, Cela pudo convertir a la Alcarria en comarca a medio camino entre lo quimérico y lo corpóreo, en un territorio donde se concentraran la literatura y la vida.
    Como bien sabemos, y ahí están los libros de García Marquina, de Toquero y Barra y tantos otros para certificarlo, no fue esa la intención de Cela. Su Viaje a la Alcarria, como él mismo proclamó, fue “el cuaderno de bitácora de un hombre que cogió el morral y salió al campo a que no le pasase nada”. Y ahí, en la descripción precisa de la nada, multiplicada por la exactitud de la palabra, por la contundencia del adjetivo para reflejar la extrema sencillez de lo que vio, reside su éxito. Esa sencillez, esa energía del vacío, esa nada cristalizó tras la guerra en las páginas escritas por nuestro Nobel de literatura como se materializa en Castillo, día a día, desde hace siglos.
    Si trazamos con un compás una circunferencia con centro en Castillo de, digamos, 30 o 40 kilómetros de radio, en su área alcarreña encontraremos magníficos paisajes, buenas gentes, palacios y templos llenos de historia, además de media docena de fortalezas que dan nombre a esta tierra, Castilla. Desde el palacio del Infantado en la capital al castillo de Torija, tras atravesar el imponente pórtico del Pico del Águila y la Peña Hueva, Valdenoches arriba; desde el románico tardío de San Felipe en Brihuega a la portada de la iglesia de El Salvador en Cifuentes, pasando por el renacentista palacio Ducal de Pastrana; desde el monasterio de Monsalud en Córcoles al puente sobre el río Tajo en Sacedón, la Alcarria es tierra de grandiosos monumentos creados por el hombre o por la naturaleza. Lo son las vegas del Tajo y el Tajuña, las iglesias parroquiales, a veces desmesuradas, otras camufladas en la discreción del pequeño caserío, lo son el símbolo totémico de las Tetas de Viana, las picotas, las fuentes de agua clara, las casonas, los puentes de piedra, las plazas, los molinos, las ermitas, los pantanos -pese a la sempiterna disputa por el agua-, las fiestas, las procesiones… el acerbo cultural e histórico de unas tierras y unas gentes que han luchado con la aridez de un terreno, de una historia, de un devenir cuyo viento no siempre sopló a favor.
    Viniendo desde Pajares, Castillo se aparece de repente detrás de una curva, al cruzar “la puente”, como un barco perdido en días de niebla o como un tren de vapor en primavera, con su vieja iglesia a modo de locomotora a la que siguen en concienzudo desorden sus casas de piedra y adobe, de cal y ladrillo. En tiempos fue Bembibre del Castillo, nombre de resonancias íberas con el que aparece en el Liber privilegiorum de Toledo, allá en el siglo XIII, o en las Relaciones topográficas de Felipe II. Hoy, por evolución de su apelativo, es Castilmimbre, pero para sus habitantes, cada vez menos, y para sus hijos, cada vez más, siempre ha sido Castillo. Su deidad local, Nuestra Señora del Castillo, siempre conservó el topónimo, aunque del castillo real no queda rastro alguno.
    No tiene efemérides, no atesora grandes monumentos, al contrario: apenas una discreta iglesia del siglo XVI, una pila bautismal posiblemente anterior, sus vegas y barrancos de sonoros nombres (Valdembribe, Valdurón…), las vistas de la depresión del Tajo desde su término (donde observar las naturales Tetas de Viana y las otras, postizas, las de Trillo), el paso de la cañada real la Galiana, un antepasado venerable, la leyenda de un pueblo trasladado al ser comido por las hormigas, un rollo del XVIII que certifica el título de villa de la localidad, la quema ritual de un Judas…, poco currículum como para destacar rodeado de tantos vestigios y paisajes como los que atesora la Alcarria. Su pueblo más cercano, Picazo, al que sólo se puede llegar por caminos, fue abandonado hace décadas, absorbido por ese agujero negro que es la despoblación.
    Cela no estuvo en Castillo, pero comprendió como nadie la esencia sencilla de este país. Un país al que la gente no le daba la gana ir allá en 1946, al que poco a poco le fue dando la gana ir, como reconoció cuarenta años después en su Nuevo viaje a la Alcarria, y al que sí va ahora, avanzado ya el siglo XXI, al reconocerse su riqueza.
    En Castillo no hay nada, no pierdan el tiempo en ir a verlo. En Castillo está todo.