Inocentes


El Congreso acaba de aprobar la Ley de la Eutanasia sin escuchar a los expertos, con prisas, como si el debate debiera sustraerse a la sociedad.

Escribo estas líneas un día muy especial, entrañable, que trae recuerdos de la infancia entre sonrisas y añoranza. Ya no se celebran los inocentes como antes; a lo mejor, porque ya nada es como antes o porque, en palabras de Neruda, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos, lo que aún es más probable.

No se trata de escribir versos tristes, porque el año que nos hizo conscientes de nuestra vulnerabilidad termina con la esperanza que nos vacuna contra el derrotismo y el Covid-19. Pero quedan regustos amargos que no cesan.

Es curioso que ni siquiera el Covid-19 nos haya permitido soñar con la vida como valor absoluto. Estamos en un momento de la historia en el que, por fortuna, la pena de muerte no se admite en democracia porque atenta contra la dignidad humana, aunque se permite la muerte del inocente con excusas que inventan derechos, apelando a la misma dignidad que ahora se convierte en instrumento de muerte. Se encubren con palabras las realidades en toda su crudeza, para fingir una falsa piedad en un homicidio, como las perturbadas protagonistas de Arsénico por compasión. 

Con el mismo argumento que sacrificó a nuestros mayores entre la imprevisión y la negligencia, este año celebramos los Santos inocentes cambiando los protagonistas desdichados de la historia; el Congreso acaba de aprobar una Ley de Eutanasia sin escuchar a los expertos, con prisas, como si el debate debiera sustraerse a la sociedad para sustituir los argumentos por clichés y el conocimiento por el eslogan.

Se invoca una vez más la voluntad individual por encima de cualquier otra cosa, en un falso concepto de libertad que sin embargo no se respeta en la decisión del suicida, por poner un ejemplo que discurre en paralelo en la realidad y en el Código penal. Porque no es la libre voluntad del individuo, indubitadamente expresada, de forma reflexiva y permanente, lo que determina ese nuevo e imaginario derecho a la “buena muerte”, sino el que se atribuye el legislador por razón de la enfermedad o discapacidad, con la selección de los prescindibles, aquellos que pueden morir, a los que hay que ayudar a morir hasta el punto de matarlos. Es el maldito “triaje” legal que señala a quienes tienen como único horizonte la muerte, igual que el trillo separa el grano de la paja. 

Recuerdo una frase de una novela de Agatha Christie, leída hace demasiado tiempo, que se quedó grabada en mi mente: No es el culpable el que importa, son los inocentes. Propongo que nos fijemos en los inocentes, en esos que ni siquiera han sido escuchados en el Congreso y cuya voz se acalla entre banalidad y ruido, intentando tapar que no hay más dignidad en la muerte que en la vida y que la dignidad no se otorga, sino que se tiene; y que el dolor no hace indigno al que lo padece. Indigno es el legislador que, erigido en dios pagano de vivos y muertos, pretende distribuir credenciales de qué vidas merecen la pena de ser vividas y cuáles son prescindibles.

Os propongo una intención para el próximo año: no permitamos que triunfen los que celebran la victoria de la muerte sobre la vida. Porque son los inocentes los que importan. Celebremos las vacunas y roguemos porque vengan acompañadas de inteligencia y bondad. Feliz Año Nuevo.