Poesía
Mi amigo Julián, junto a sus hermanos, gestiona una residencia de mayores en un pueblo cualquiera de nuestra extensa geografía nacional.
Mi amigo Julián, junto a sus hermanos, gestiona una residencia de mayores en un pueblo cualquiera de nuestra extensa geografía nacional.
A lo largo de estos “catorce” larguísimos meses de este excepcional año, me he interesado con mucha frecuencia por la situación que vive su familia y las personas mayores que habitan en la residencia.
-Hasta hoy, -siempre me contestaba Julián cada vez que le llamaba- todos los mayores se encuentran bien, pero en máxima alerta.
A continuación, me hablaba del esfuerzo titánico y extenuante que están realizando día a día todos los trabajadores con el fin de evitar y hasta el presente conseguir, que no entrara el virus en la residencia. Y -me seguía diciendo- hay muchas puertas abiertas para que pueda entrar el virus, pero nuestras medidas higiénicas y sanitarias son tan sólidas y rigurosas que por ahora -me decía cada vez que le llamaba- no ha entrado.
Yo entendía la situación excepcional que estábamos viviendo y sufriendo todos, cada uno desde nuestro ámbito. Para darle ánimos y sin cortarle su discurso, un día le dije:
-Todos vivimos en el alambre, pero a partir del nueve de mayo volveremos a ser felices.
-No, Pepe -me contestó con absoluta rotundidad-. Algunos no serán felices porque se han quedado en el camino. Otros se han deteriorado física y mentalmente, y la mayoría no reconocerá a los suyos.
Le admito mi torpeza y falta de sensibilidad porque la felicidad se habrá extinguido para muchos y para siempre.
-Mis hermanos y yo -continúa Julián cogiendo carrerilla- hemos acompañado a los mayores en esta fulminante etapa en cada momento de la reclusión. Hemos escuchado sus largas historias y sus tristes relatos, hemos sido el hombro amigo, el paño de lágrimas y su apoyo incondicional. Nos hemos fundido con ellos las veinticuatro horas del día, hasta tal punto, que para ellos éramos y somos sus nietos.
Yo asentía a todo lo que me contaba. No quería intervenir porque en estos casos es muy fácil equivocarse, decir algo inadecuado y romper su línea narrativa. Prefería que fuera él, quien se expresara. Le daba pie para que contara sus cuitas y desahogara su interior, tan hartamente contraído y crispado. Yo veía que tenía muchas cosas que contarme porque estaba viviendo en primera persona esta tragedia y desde el epicentro de uno de los focos más afectados.
-Hemos sido muy felices en las celebraciones de los cumpleaños de cada una de las personas mayores -Julián coge aire-, pero sentíamos un terrible dolor cuando alguno nos decía adiós. La carga emocional acumulada y vivida por los lazos afectivos generados en momentos tan críticos, era muy alta. Eso se traducía en dolor con cada uno que se iba. Y a veces el destino, cruel destino a la hora de repartir las cartas, jugaba con nosotros: un día disfrutábamos con un cumpleaños y al día siguiente fallecía alguno de los mayores por muerte natural.
Entiendo el dolor de Julián por la forma de contarlo. Por ese cariño que destila cuando habla de “sus mayores”. Pero yo le digo que es una contradicción más de las que ocurren en la vida. Se pasa de un estado feliz a una tristeza “desgajadora”. Una tristeza para la cual nadie está preparado. Y entiendo también que la muerte de cada mayor hacía mella y aumentaba el sufrimiento en cada uno de los residentes por el mimetismo inevitable.
-Nos hemos dejado la vida para contener el virus, -me cuenta satisfecho Julián- y después de catorce meses y con la ayuda de las vacunas, lo hemos conseguido. Somos conscientes de que pagaremos la factura psicológica.
Cuando me habla de pagar la factura me vienen a la mente las imágenes de tantas fiestas ilegales y de esas celebraciones “findeañeras” en las plazas de las grandes ciudades.
Entre lágrimas y con la rabia contenida sólo acierto a decirle: Julián, ¡me has hecho llorar!
-Pepe -me dice enfadado- ¡es bueno llorar! -Me lo dice en un tono que yo lo entiendo como un reproche, pero me da una explicación.
-Es señal de sensibilidad y, por tanto, de fortaleza. Las lágrimas son palabras que manan directamente del corazón -me encanta esa expresión.
-Las lágrimas no necesitan articulación fonética, ni reglas de ortografía -me entusiasma lo que me dice. Se le escapa el talento por la boca-. Tampoco necesitan traducción porque se escriben en un lenguaje universal -veo mucha poesía en sus expresiones. Adivino su interior. Tiene alma de poeta.
Y termina diciendo: “Pepe, ¡las lágrimas son poesía!”