50 años
Cuando a Adolfo Suárez hoy le sitúa la basca contemporáneo del conde duque de Olivares y a Felipe González de Pi y Margall, llega ese mocetón crecidito y alecciona al país con 100 actos 100 de la Cofradía del Santo Recuerdo.
Medio siglo que llegamos a Madrid. Partíamos de la SAFA y nos bajamos en Atocha con quinientas pesetas en el bolsillo, preguntamos en todos los mostradores dónde se despachaban las becas de estudios para aliviar el riesgo en que se habían puesto nuestras familias, sin opción. Y nos las concedieron. Traíamos del pueblo un currículum tan joven como decente, ya lo creo, y lo continuamos. Madrid era algo difícil de explicar y se parecía poco al del cine, aunque algo más al de los viajes infantiles para visitarse en el oculista o en el pediatra. El tricolor Madrid de 1974 pintaba en blanco, negro y bastos, un general viejo se medio moría y este sur de Europa entre grandes mares, que lo sigue siendo, se impacientaba.
Un niño Pedrito mal que bien ya se iba sólo, con añito y medio, aunque carente de juicio para saber si era de día o de noche, si las lecheras de los grises pitaban como las que le traerían los Reyes para correrlas por el pasillo o que la juventud se quería colar por los mismos adoquines que habían descubierto el mar en París seis años antes, según contaban. Era un niño de otra época que no tendría que correr su san Fermín desde la avenida de la Complutense bajando Princesa y subiendo la Gran Vía hasta la Puerta del Sol, donde hubiera caído como un rano para conocer los sótanos de la DGS. Aquello iba en serio, en la universidad se hablaba en tono de confesionario, pero no podía el régimen con el ansia de libertad de la joven sociedad española. Pero los años de plomo, la cruel sinrazón que sólo dejó luto de por vida, verían caer almanaques con cruces por docenas, aun con el parlamento cubierto por sufragio de todos. Insaciable el hacha de la víbora.
Medio siglo, y después un proyecto casi común que se fue deshojando de nostálgicas camisas azules hasta dar en la normalidad como si lo hubiera apuntado Darwin en una adenda a su “Tratado”. Cayó el general acribillado más por los años que por los cables que, decían, le enchufaba un yerno de bata blanca y cruz del Santo Sepulcro en el pecho. Un rey firmaba el tratado de la Transición -escríbase siempre con mayúscula-, se votaba por goleada una Constitución estilo 78, Susana Estrada le daba un pase de pecho a Tierno Galván, Forges llenaba el papel de narizotas, marianos y conchas, y Pirri ponía una tienda de televisores a color en un bajo de la Castellana. La vida, la calle, eran otra cosa, aunque cada mañana por los canalones de la capital y provincias escurría sangre de inocentes.
Cuando a Adolfo Suárez hoy le sitúa la basca contemporáneo del Conde Duque de Olivares y a Felipe González de Pi y Margall, llega en lamborghini ese mocetón crecidito y ya doctorado y alecciona al país con 100 actos 100 de la cofradía del Santo Recuerdo sobre la memoria de aquel general gris como la patria que gobernaba de taconazo y tentetieso y al que el personal, además de importarle uno de pato, remonta a tiempos de entre don Pelayo y Agustina de Aragón, que desde que palmó han desfilado dos generaciones y media de las de Ortega. De momento es el único que celebra algo, con esa especie de misiones pedagógicas, y desentierra la momia por segunda vez para advertirnos, como un cura rancio, que era un demonio redivivo al que hay que exorcizar cada medio siglo como el que fumiga las alamedas todos los veranos. Pasando, pero ya. Y p’alante, que queda mucho cine por ver y mucha poesía que releer, y mucho pasear por el campo, doctor.