A Chelo

08/12/2018 - 12:31 Javier Sanz

En nueve meses descansaban dos hijas en la misma cama de la misma tierra y a don Jesús se le había quedado la boca seca y la lengua paralítica.

Pareciera que entrábamos para otra cosa a ese cuadrilátero en el que el silencio se impone al recuerdo y donde no habita el odio. La blandura de la atmósfera conservaba las flores cortadas hace un mes, colgadas de cada nicho, reposadas en cada tumba, que nunca se había visto el cementerio como hasta aquí, de mil colores y era noviembre derrotado. Si Mesoamérica fuera estarían sonando las guitarras, que rasgan con la mitad del color que gastaba esa mañana el cementerio de Sigüenza, y los niños vivirían allí un día de fiesta porque para salir de la pena andan subiéndose cada mañana al carrusel por sacudirse la ceniza que llueve de los volcanes, propios y vecinos, de la penuria que llueve también por la chimenea. Media docena de pájaros sin parentesco alguno cantaban el ángelus tardío de todos los días, don Jesús hisopaba el ataúd y el acompañamiento movía los labios en un murmullo inhóspito con la mirada fija en ninguna parte. “Y brille para ella la Luz eterna” era el poético sello de una despedida de esperanza, la del encuentro en una pequeña estrella de las muchas que cruzan cada noche el cielo oscuro de Castilla con puntas de hielo y de plata. En cada abrazo un silencio que era mitad amor mitad tristeza.

Por la regia avenida gerardiana que escoltan cipreses esbeltos, los más altos ciudadanos de Sigüenza, desfilaba abatido el cortejo, arrimándose para soportar la pena que todavía pregonaba el eco de la noticia. Chelo hacía el paseo con los siete puñales que luce el Viernes Santo la Virgen de la Soledad entre la catedral y la ermita de San Lázaro en un silencio que sólo raspa en la noche negra el quejido de las suelas de los armaos. Ese paseo es el desgarro que cada padre y cada madre pide cada noche no vivirlo jamás y tú, Chelo, en nueve meses lo habías vivido dos veces. Dos veces tejiste los nueve meses de rosa en vestidillos y jerseicitos para esas dos hijas que llegaban una detrás de otra a escribirte los mejores versos de tu poesía, cuando la vecina doña Milagros calentaba una palangana de agua bendita para dar el primer agua a Chelito y después a Cristina. Ahora, en tan solo una vez de nueve meses descolgabas tu ropa de luto para despedirlas como quien anda por el vacío mientras el gallo de la torre miraba hacia el pinar con la boca abierta como el caballo del Guernica.

En nueve meses descansaban dos hijas en la misma cama de la misma tierra y a don Jesús se le había quedado la boca seca y la lengua paralítica. Nada había que decir porque el silencio lo decía todo. Chelo nos signó desde niños con el cariño que sólo nos imaginábamos en el Ángel de la Guarda que nos protegía de la noche fría de Sigüenza. Entre la media docena de personas que nos han dicho “te quiero” estás tú Chelo, que en dos palabras, en ocho letras, reúnes lo más noble que alguien pueda ofrecer. Yo he intentado decirlas como tú muchas veces pero no lo consigo pues me falta estirar esa nobleza con la que tú naciste. El cementerio era un arco iris por la clemencia del tiempo, que parecía haber preparado un día mesoamericano de fiesta, ya ves, y nos despedíamos en la cancela de hierro con el alma de los párvulos, aprendiendo de ti, como siempre, a querer. Tenías el alma a la intemperie y aún nos pedías que volviéramos con cuidado a Madrid. Se puso el sol cuando siempre y ya sólo nos quedaba dar gracias a Dios por haberte traído al otro lado de la calle antes de que llegáramos, entre Chelo y Cristina.